viernes, 31 de agosto de 2007

¿Que pelicula vas a ver este fin de semana?

Yo vengo de tragarme todo lo que pude de ALEX DE LA IGLESIA, gracias a mi amiga Soledad que me regaló un cd con toda su obra. Casi todo lo había visto, pero LA HABITACION DEL NIÑO, por ejemplo, no. Qué película extraordinaria, da miedo, qué bueno que un director latino tenga algo de David Linch, que provoque ese miedo visceral, inexplicable.

LO PROXIMO EN CINE




ESTOY TRABAJANDO LA ADAPTACION A GUION DE ESTE QUE SIGUE Y OTROS CUENTOS QUE LO COMPLEMENTAN ARGUMENTALMENTE. ENTRE ` MUJERES BAJO EL AGUA ´ (DERIVACION DE ´LA VERTICAL´) MAS UNA HISTORIA DE PLAYA QUE ESTAMOS ESCRIBIENDO CON VALERIA LORCA, Y LA ADAPTACION DE ESTOS CUENTOS, SALDRA LA PROXIMA PELICULA.
EL CUENTO ES UN POCO LARGO, YA ME HAN REZONGADO VIA COMENTARIIOS ALGUNA VEZ POR ESTE PECADO CAPITAL.
PERO BUENO... A MI ME GUSTA. Y AQUI VA:

AUTOSERVIS LA YRIGOYEN (cuento)

Empecé a trabajar en el almacén, cubriendo el puesto de ayudante heredado de mi padre.
El dueño del almacén era un andaluz inquieto de humor rabioso que andaba todo el día husmeando. Encorvado y al acecho, temía que alguna clase de alimaña le saltara encima. Acechaba en los rincones rebuscando algo así como el sentido de su existencia; revolvía cajas y cajones y bidones; revisaba adentro de botellas vacías y sucias o entre los escaparates oxidados y rotosos que se amontonaban rodeados de tramperas para ratones en los entrepisos del depósito del sótano.
Pese a la actitud medrosa, había algo bueno en él, llámese carisma o voluntad de sincerarse consigo mismo, como si todo el tiempo estuviera a punto de reconocer que su vida era una verdadera porquería.
Su esposa, la almacenera, era una mujer de edad indefinida, esquelética, enferma, con la piel amarilla y granujienta; tenía fama de hechicera y se llamaba o se hacía llamar Hada. Por esos días su mayor entretenimiento era comentar con los clientes pormenores inventados sobre la muerte de mi padre:
- Fijesé –repetía una y mil veces– Que el hombre se murió de risa, y con lo serio que era, pobre Aldo, ahora me parece escucharlo como si siguiera trabajando en el sótano.
Los clientes se compadecían de mí y temblaban pensando que aquélla mujer era muy capaz de relacionarse con el espectro riente de mi padre.
Lo cierto era que a veces, mientras acomodaba mercadería en aquel sótano impregnado y saturado por el olor ácido de cientos de quesos estacionados, también a mí me parecía presentir el fantasma de mi padre a mis espaldas; y podría decir que más que un presentimiento fue desde el principio una certeza, pero era imposible no atribuir a la hechicera toda la responsabilidad sobre aquellas sensaciones mías.
La parte divertida del trabajo eran las entregas a domicilio. La flota de reparto del almacén constaba de una bicicleta con remolque y un triciclo con canasto delantero. Yo preparaba los pedidos, los acomodaba en el canasto o en el remolque y salía de paseo por el barrio. Pedaleaba con alma y vida, parándome sobre los pedales para desplazar con el peso de mi cuerpo aquellos kilos de mercadería por las calles; tomaba las curvas a toda velocidad y amenazaba con embestir a los chicos que jugaban a la pelota. Los chicos me insultaban a gritos y yo daba largos alaridos imitando durante cuadras enteras el ulular de las sirenas. No sé si sería la reciente muerte de mi padre o qué, pero me sentía liberado.
Cada vez que podía pasaba a saludar a mi madre por la parada de diarios de la ex estación Progreso. La encontraba siempre escuchando radio, abstraída y resignada porque casi no le quedaban clientes.
–Ya debemos cuatro meses –me decía, y mes a mes se sumaba un número a nuestra deuda hipotecaria. Si bien me gustaba visitarla, huir de ella a toda velocidad con mis vehículos de reparto resultaba un verdadero alivio.
La vida de repartidor me contactaba con muchas de las mujeres de Villa Progreso; entre todas ellas Consuelo fue, desde el principio, mi clienta favorita. Consuelo vivía a seis cuadras de casa, tenía veintitrés años y todo en ella era fabuloso y hermosamente gigante: sus labios, sus tetas, sus caderas, sus dientes, el alcance y la vibración de su voz. Era imposible no desearla, pero más imposible era no imaginarse en la cama con ella, no fantasear con el destino de las propias manos y el propio cuerpo perdidos en aquella mujer de voluptuosidad inagotable.
Empezó a contarme su vida desde la vez que llegué con el primer reparto. Había sido pupila de un convento de monjas hasta los diecinueve y ahora vivía con su marido, las mellizas de su marido, y la madre de su marido. Odiaba a su suegra y a su marido, me lo dijo directamente, se había casado con él para escapar del convento, y apenas le quedaban ánimos para querer un poquito a las mellizas.
– Todo es por la fuerza –repetía con tristeza, y se hundía en una mullida cercanía que llamaba a abrazarla; pero yo no me animaba.
- Esa mina quiera joda –gritaba desesperado el Loco Pomare cuando yo le contaba -¡Ma qué convento de monjas ni que ocho cuartos! Quiere que se la cojan ¿Vos viste lo que es el marido?
El marido era ayudante de techista, Consuelo lo había conocido en el convento mientras él se paseaba por los techos en reparación espiando desde el tejado hacia los dormitorios de las internas.
- Es un muerto de hambre –decía Consuelo con saña. Yo lo había visto varias veces apurando el paso adentro de su casa o en la calle, y digo apurando el paso porque se movía siempre como a punto de salir corriendo, inclinado hacia adelante, con los brazos tensos y los puños crispados. A Consuelo no le llegaba a los hombros y parecía tener menos de la mitad de su peso; las piernitas flacas y los pies mínimos siempre calzados con mocasines con flecos; la nariz ganchuda y los dientes carcomidos y negros por “exceso de fluor”, según versión de la propia Consuelo, que una vez se había quejado conmigo diciendo:
- Fluor, es lo único que le sobra.
Todos los días yo tenía algún pedido para llevarle. Si estaba sola en la casa Consuelo me hacía pasar a la cocina, me servía té de manzanilla y me invitaba a sentarme. Yo odiaba el té de manzanilla; tanto lo odiaba que con el tiempo sólo el olor empezó a descomponerme, pero no me atrevía a negarme, por temor a que mi negativa desintegrara el clima confesional que se creaba entre nosotros, como si el olor asquerosamente dulzón de la manzanilla fuera parte indisoluble de aquel clima.
Nos sentábamos a la mesa de la cocina y conversábamos mientras nuestras manos recorrían los caminos de arabescos del mantel de hule. Consuelo decía que yo tenía manos de guitarrista o de pianista: manos de poeta, y me las acariciaba apenas con las suyas, que eran huesudas, heladas y gigantescas.

En el almacén, el andaluz imponía una serie de rutinas inquebrantables. La mercadería debía reponerse en las estanterías en un orden preestablecido y listado que empezaba con el azúcar y terminaba con el alcohol de quemar. Después de reponer el alcohol de quemar sí o sí había que terminar con la tarea de reposición, y si alguna clienta necesitaba algún producto que se había terminado durante el día, se le contestaba que no había más, aunque tuviéramos reservas en el sótano.
Pasó un tiempo hasta enterarme que esos mecanismos habían sido impuestos por la hechicera, y que respondían a una necesidad Astral. Esa misma necesidad Astral había hecho que el almacén original derivara en Autoservis, según lo anunciaba el cartel de chapa con letras en relieve sobre la vidriera de entrada; también era una necesidad Astral que las góndolas apuntaran al Noroeste y la caja registradora al Noreste, todo emplazado con la extrema precisión que había aportado la utilización de una brújula.
Cuando mi madre se enteró de estos detalles esotéricos, aseguró que la ayuda de Hada era lo que necesitábamos para encaminar nuestras vidas. No estuve de acuerdo, pero ya sabía lo que pasaba con mi madre cuando se empecinaba con algo. Que la hechicera viniera a casa con su parafernalia de humos, gemas y estatuillas era sólo una cuestión de tiempo.
Los armenios se presentaban en casa una vez por semana a ver si rescataban algún pago de la hipoteca. Puntualmente los miércoles a las diez de la noche, y mi madre los recibía y los echaba maldiciendo:
- Desgraciados hijos de puta –gritaba entre otros insultos –. Sabían perfectamente que iban a cerrar el ferrocarril y nos embarcaron para quedarse con nuestra casa. Ese maldito puesto de diarios le costó la vida a mi marido.
- Si no pueden pagar las cuotas por el negocio al menos empiece a pagar el alquiler de esta casa que ya no es suya –decía el más rubio de los armenios con una tranquilidad afectada.
- ¿Qué alquiler puedo pagarles? Si nos estamos muriendo de hambre.
Los armenios levantaban los hombros y se iban como si tal cosa. Sabían que todo era una cuestión de tiempo, nada más venían para hacernos saber que no habría piedad ni perdón en el momento de echarnos a la calle de una patada.
- Necesitamos ayuda –dijo mi madre desesperada uno de esos miércoles, ni bien los armenios se despidieron con su cortesía malsana –. Tenemos que pedirle a Hada que cure esta casa –como yo no le hice caso desapareció por un momento y reapareció desafiante, mostrándome algo que sostenía en la palma de su mano: era una bola de pelos, negra y compacta, del tamaño de una pelota de beisbol -¿Ves? Esto apareció atrás del mueble de la cocina, ahí – y me señaló algún lugar cerca o detrás de la heladera –. Esto es un daño que nos hicieron, esta casa está maldita.
La bola de pelos me asustaba, podía ser simplemente mugre acumulada, pero también cabía que alguien la hubiera puesto- ¿Y quién va a querer hacernos un daño? –Le pregunté.
- Alguien. No sé. Si no ¿Qué es esta bola de pelos? ¿Cómo llegó ahí? –Y sus ojos miraban para todos lados sin ver; ni siquiera era consciente de sus movimientos nerviosos, espasmódicos.
- Má –le dije - ¿Qué ganarían con esto?
- ¿Qué ganarían? ¡¿Que qué ganarían?! –Se puso a hablar a los gritos, no me hablaba a mí ni a ella misma ni a nadie. Temblaba y estrujaba la bola de pelos en alto, como si la ofrendara al destino, buscando que la providencia le hiciera saber las supuestas razones por las cuales algún enemigo anónimo quería vernos arruinados –Demostrar que no somos capaces de salir de este agujero, eso ganarían.
- Estás loca.
- Sí, estoy loca, ¿Y?. Pero esta bola de pelos no la puse yo, la puso alguien que nos está haciendo daño. Y quiero que vayamos de Hada, o que venga, para que nos explique por qué nos pasan tantas desgracias juntas.
Tuve que prometerle que sí, que yo mismo me iba a ocupar de preguntarle a la hechicera de qué podía tratarse aquella asquerosa bola de pelos.

Consuelo avanzaba en sus confesiones y yo no sabía qué hacer, así que únicamente la escuchaba hablar mientras imaginaba la forma de tomar la iniciativa.
Las anécdotas sobre la internación en el convento avanzaban vez a vez y conformaban la historia de su cautiverio en forma de capítulos; en la historia había un tema central alrededor del cual giraban todos los episodios: la creciente avidez de las chicas pupilas por la aparición de algún hombre, y cómo aquella privación había dejado en su cuerpo y en su ánimo una fantasía y un deseo tan poderoso que apenas podía dominar.
La mirada de Consuelo me capturaba y su voz cavernosa describía lo que significaba para una mujer joven la necesidad de hombres, mientras sus dedos atacaban mis manos con gélidas pinceladas.
– De tanto desearlos ahora tengo la necesidad de muchos hombres, todos juntos –se animó a decirme de una vez por todas, y me preguntó si con mis amigos no seríamos capaces de hacerle lo que ella necesitaba.
Desde entonces no pude dormir. Pasé noches enteras atendiendo al ritmo incontenible del reloj despertador: Tac-Tic. Un reloj redondo, rojo, pesado y de patas torneadas. Con la ventana abierta, porque la contemplación de la Luna y las estrellas me sumergía en esa serenidad paradójica que únicamente puede transmitir la visión del cosmos.
Pensaba y no, en la ausencia de mi padre; en la creciente y violenta sinrazón que encerraban los actos y las elucubraciones de mi madre. En la propuesta de Consuelo, que mucho más me entristecía de lo que me excitaba.
Una de esas noches, la luna se posó sobre las siluetas de los pinos que se recortaban en los fondos de casa, más allá del depósito de materiales para construcción. Se posó y quedó detenida; el universo suspendió su movimiento de expansión o de contracción en vías del nuevo bing-bang que daría principio, origen y dudosa significación a todas y cada una de las cosas que éramos y que nos rodeaban; trillones de años luz postergaron el vértigo que convertiría la existencia toda en un sólo y ridículo punto infinitesimal; vórtice elemental que condensaría el bienestar y la pesadumbre de todos los planetas del mundo.
Me puse los pantalones y las zapatillas y salté por la ventana. Trepé la pared del fondo de casa, atravesé a tientas y tropezando el depósito de materiales para construcción, subí por una pila de ladrillos, me dejé caer sentado por una montaña de arena, hundí mis pies en un lecho de canto rodado y finalmente trepé y salté el cerco de alambre que me separaba de la casa de los Vedia, base desde la cual se elevaban los pinos cuyas cúspides esa noche acariciaban la superficie de la luna.
La de los Vedia había sido la única casa quinta en todo Villa Progreso; según decían, la primera construcción de la zona. En los años veinte sus dueños ricos no previeron el destino industrial del barrio y terminaron claudicando ante el avance irrefrenable de las fábricas. De toda aquella historia lo único que sobrevivía era una pequeña parcela con siete u ocho pinos arracimados y una glorieta olvidada, todo en medio de casitas chatas, cuadradas, de techos planos.
Me acosté boca arriba sobre uno de los bancos de la glorieta, a la sombra húmeda y nocturna de los pinos; con la luna en lo alto, a punto de desmoronarse sobre nuestras cabezas.
El frío del asiento contra mi espalda desnuda y olor a semillas de eucaliptos y a plumas de palomas. Entonces me quedé dormido, y por única vez en mi vida tuve un desprendimiento; quiero decir, algo que al parecer era yo mismo se desembarazó de mi cuerpo y se dejó elevar como un globo, más allá de la cúspide los pinos.
La luna era descomunal y cercana y el barrio se desplegaba bajo mi vuelo entregándome una visión de techos sucios y azoteas repletas de cachivaches. Las vías clausuradas de ferrocarril y a lo lejos los tablones del estadio de Sportivo Palermo; las naves de la General Motors; la torre de la fábrica de heladeras.
Descendí y circulé respetando el trazado de las calles, volando apenas unos centímetros por encima de la altura de los cables y de los postes de luz. Sabía que no estaba soñando y que esta vivencia no podría contarla, ni siquiera necesitaría contarla; la certeza era de tal magnitud que me aisló hasta de mi propia existencia y de toda conciencia que no tuviera que ver con lo que me estaba ocurriendo en ese momento.
Tenía frío. Me desplacé cuadra a cuadra, cada vez más bajo, más cerca del nivel de la calle, hasta llegar al almacén. El cartel Autoservis La Irigoyen casi contra mi nariz, y después ya estaba del lado de adentro, a oscuras, sentado o suspendido sobre la altura del mostrador.
Entre tinieblas busqué la puerta de acceso al sótano, bajé siguiendo de memoria el trazado de la escalera. No había olor, y las imágenes no eran concebibles en el sentido en que las concebimos a través de los ojos; no había ni un mínimo resabio de luz, y todas y cada una de las cajas de mercadería permanecían en sus lugares. Había un paquete de Jabón Federal abierto y olvidado en un rincón de la escalera, tal como lo había dejado yo esa misma tarde.
Sabía que mi padre estaba en ese sótano, en alguna parte. Yo un poco caminaba y otro poco sobrevolaba los pasillos estrechos entre cajas y cajones con el temor y con la certidumbre de saber que él estaba ahí y que iba a aparecer ante mí en cualquier momento. No lo deseaba, pero era inevitable. Entonces apareció, o se dejó ver, o siguió estando donde siempre había estado: sentado sobre una pila de cajones de cerveza, con el cuerpo volcado hacia adelante y la cabeza gacha. Mucho más viejo que la última vez que lo había visto; más calvo, más delgado. Era evidente que su tiempo había sido distinto del mío tanto como era evidente que no podíamos hablarnos, y que ninguno de los dos iba ni siquiera a intentarlo. De todas maneras, no hubiéramos sabido qué decirnos.
Nos contemplamos con indolencia, había algo insalvable entre nosotros, algo obvio, y no era que él estuviera muerto y yo estuviera vivo; era una cuestión de distancia; y fue con sólo pensar en esa distancia insoslayable que los dos extendimos un brazo como si quisiéramos tocarnos, o saludarnos, y justo en ese momento oímos el chasquido de una trampera y el chillido de un ratón.
Miramos patalear al ratón, su esfuerzo por arrastrar la trampera en un postrer intento por liberarse, y sonreímos, cómplices y satisfechos, esa satisfacción animal que produce la caída inapelable de la presa.
Después di la vuelta y empecé el regreso hasta mi cuerpo. Subí las escaleras, salí del almacén, caminé y corrí a grandes y livianos saltos por las calles. Me elevé hasta la punta más alta de los pinos y permanecí suspendido entre el fulgor de la luna cercana y el azul apagado de nuestro barrio. Mi cuerpo estaba tendido de espaldas contra el asiento de mayólicas de la glorieta. Debía volver a él, y despertarlo.
Desperté con la primera luz del amanecer, helado y congestionado. Volví a mi cama a los tumbos y cuando quise levantarme por la mañana no pude hacerlo. Tenía náuseas y mucha fiebre; escalofríos, dolor de cabeza, ardor en todas las articulaciones.
Mi madre ya se había ido a la parada de diarios y no volvería hasta después del mediodía. Me vestí y volví a acostarme. Estuve en cama durante cuatro días.

¿Qué era lo que Consuelo realmente necesitaba? : Una fila de muchachos que le hiciéramos el amor uno después de otro. Había sido su fantasía durante su cautiverio en el convento y ahora se le presentaba como una necesidad menos enfermiza que ineludible. Con cumplirlo una sola vez, su vida podría seguir adelante. Yo era su amigo, su único amigo, y tenía la obligación de ayudarla.
- Me causa tristeza –le dije, con nuestras manos dibujando los arabescos del mantel de hule.
- ¿Por qué? –Me preguntó casi con descaro -¿No me deseás?
- Sí, no es eso. Pero yo tenía otras expectativas.
- Después podemos –me dijo -, siempre podemos.
Insistí con que yo esperaba otra cosa, que no sabía si iba a poder. Y ella replicó:
- Claro que vas a poder.
Así que reuní a mis amigos y les di su buena nueva. Estaban el Loco Pomare, Javier, Federico, Daniel Carmona.
- Yo te dije –gritaba descontrolado el Loco Pomare – Yo se los dije. –A Federico le entusiasmaba la idea pero estaba asustado. Entre otros detalles tenía miedo por el marido de Consuelo.
- ¿Ese infeliz?, Muletas –le replicó el Loco Pomare.
- No sé... –dijo Federico.
- De última le das un muletazo por la cabeza; lo único que te falta es que también seas lisiado mental.
A Javier y a Daniel Carmona todo les parecía bien aunque les resultaba demasiado fantástico.
Acordamos que el lugar para hacerlo era la ex estación Progreso, de noche, ahí nadie podría vernos.
Consuelo también estuvo de acuerdo, sería el próximo jueves, a las nueve, y lo único que pidió fue que consiguiéramos una cama con un colchón, o por lo menos el colchón, y limpio, si era posible con una sábana.
- ¿Qué más quiere? –Se quejó el Loco Pomare –. Puta de mierda.
Mi madre se apareció por el almacén con la bola de pelos envuelta en una hoja de diario, pidió que habláramos a solas con Hada y le mostró la pieza supuestamente maléfica esperanzada en una respuesta reveladora. Pero la hechicera fue cautelosa, se lo tomó con calma profesional, y prefirió interiorizarse de algunos pormenores: ¿Cuándo habían empezado nuestras desgracias? Por ejemplo.
Mi madre hizo un apresurado raconto en voz muy baja; sus ojos quedaron en blanco mientras un esfuerzo inútil de memoria buscaba alguna fecha relevante, algún acontecimiento disparador; pero debió admitir que nuestras desgracias habían empezado con nosotros mismos.
- Mi querida –dijo por fin Hada con estudiado tono tranquilizador–, no negaría lo del daño. Pero no deberíamos otorgarle a esta bola de pelos, que sin lugar a dudas no es benigna, más poder maléfico del que probablemente tenga.
- Pero algo tiene que haber –rogó mi madre tan desesperada como desilusionada –. Estamos a punto de perderlo todo.
- Te entiendo –dijo la hechicera –, no creas que no te entiendo –Y se refregó la enorme nariz mientras envolvía con delicadeza la bola de pelos –. Pero todo tiene su forma y su razón de ser. Los pasos deben ser respetados porque el destino también hace lo suyo, ¿O vamos a negar el destino? Y si estaba escrito, quiero que lo sepas: contra eso no vamos a poder. Por el contrario, es lo primero que deberemos admitir.
- Pero es evidente –protestó mi madre –, no puede escribirse tanto en contra de la misma gente.
- ¿Quién conoce los caminos y el resultado final? –Preguntó enigmática la hechicera –Pero de todas maneras vamos a ir a tu casa a ver hasta qué punto podemos solucionarlo. Y dejáme esto –dijo refiriéndose a la bola de pelos –, que tenemos que analizarlo.
- Cuándo –preguntó ansiosa mi madre.
- Mañana, o pasado. No te desesperes.
- Esos armenios quieren dejarnos en la calle –rogó imperiosamente mi madre, como si la hechicera tuviera poder para detenerlos. La hechicera asintió con la cabeza de manera ambigua, un poco para no menoscabar ese poder que mi madre le atribuía, pero también para confirmar que sí, que tarde o temprano los armenios nos echarían a la calle. Pero mi madre prefirió no tomar en cuenta la segunda parte del doble sentido.
La acompañé hasta la vereda.
– Es una mujer maravillosa –dijo mi madre con entusiasmo. Quise poner reparos a su optimismo pero enseguida cambió de tema: - Estoy perdida –y preguntó -¿Para dónde queda nuestra casa? ¿Y la estación? –Mientras se arreglaba nerviosamente el pelo y la pollera -¿Qué querés que te prepare para cenar?
La tomé de la mano y la guié hasta la esquina. Mientras caminábamos podía percibir un palpitar ansioso en las manos de mi madre, y un temblor, como si quisiera zafarse de mí y a la vez pedirme que no la soltara; daba pequeños tirones y apretones involuntarios. Cuando llegamos a la esquina le indiqué con lujo de detalles el camino hasta casa.
- No vas a perderte –le ordené.
- No voy a perderme –me contestó sumisa.
La miré irse mientras se alejaba con paso dubitativo; a mitad de cuadra se dio vuelta y me saludó con una sonrisa. Pese a todo seguía siendo una mujer hermosa. Quiero decir, una mujer que en circunstancias menos acuciantes hubiera sido hermosa.
Al día siguiente apenas anocheció la hechicera vino a casa. Mi madre estaba exultante de agradecimiento. La hechicera entró a la cocina avanzando de espaldas y desplegó gemas y estatuillas sobre la mesa. Antes de sentarse se lavó las manos con agua que ella misma había traído en un frasco y dibujó con aceite aromático un círculo en el piso, alrededor de su silla.
Debo insistir, era una mujer verdaderamente fea. Hasta le salían de la nariz y de las orejas pelos gruesos como patas de insectos. Por suerte pidió que apagáramos todas las luces de la casa, así que dejé de verla.
Quedamos un rato a oscuras, sumidos en un silencio cada vez más absoluto. Poco a poco fuimos aislándonos del mundo. Hasta que con voz firme pero a la vez apagada la hechicera dijo – Ahora vamos a escuchar un golpe –e inmediatamente un ruido violento, el estallido como de un jarrón arrojado con furia contra el ropero del cuarto de mi madre nos hizo saltar de nuestros asientos.
- ¿Y eso qué es? –Pregunté espantado.
- Nada –contestó la hechicera. No es para preocuparse.
- ¿Hay alguien? –Insistí.
- Nadie.
Otra vez silencio; y después ruido de papel de diario. La hechicera estaba desenvolviendo la bola de pelos. – Esta no es la causa –dijo –, es uno de los efectos.
- Yo sabía –exclamó contenta mi madre.
- No hay que alegrarse. Cuando se llega a este punto no hay retorno –Y otra vez silencio. La respiración agitada de mi madre, hasta que por fin se animó a preguntar qué significaba que no había retorno, pero no hubo respuesta.
- Prestemos atención –dijo la hechicera, y otra vez nos llegaron ruidos desde el dormitorio.
-¿Qué es? –Preguntó mi madre.
- Ruidos.
- Sí –dije yo –Pero, ruidos de qué.
- Ruidos de ruidos. Escuchen, escuchen.
Se oían paladas cavando en tierra floja, pasos en un barrial y después el aullido de un gato. Todo proveniente del dormitorio de mi madre, o eso parecía.
La hechicera inspiró profundamente y contuvo el aire, después lo fue soltando poco a poco, produciendo ventosidades cortas y agudas entre sus labios. Aleteó con sus dedos sobre la mesa y por fin dijo:
- No van a irse.
- Quiénes –preguntó mi madre.
- Por qué –pregunté yo.
- No importa quienes ni porqué, lo importante es que no quieran irse. Son elementos expulsivos.
- ¿Expulsivos? –Se indignó mi madre -¿Y con qué derecho?
La hechicera pidió un cuchillo para cortar la bola de pelos. Mi madre fue a tientas hasta el aparador. Veíamos únicamente sombras. Volvió con el cuchillo. La hechicera seccionó la bola de pelos en varios pedazos y después terminó de desintegrarla frotando con energía cada uno de los pedazos entre sus palmas. Juntó los restos en la hoja de papel de diario.
- Todo al inodoro, es lo máximo que podemos hacer. Tirá la cadena siete veces. Y cuando puedas, cloro líquido.
- ¿Con eso se van? –Preguntó mi madre.
- Pierden influencia –aseguró la hechicera.
- ¿Después se van?
- Tarde o temprano, querida –dijo la hechicera, y después que encendimos la luz pidió que le pagáramos algo, aunque fueran centavos, porque si no el trabajo no surtiría efecto.
- Qué son –insistió mi madre -¿Fantasmas?
- No tiene importancia, vos seguí tu vida como si nada.
Mi madre tembló atacada por un estremecimiento.
– Te pasó la muerte por encima –dijo la hechicera.
- Dios –exclamó mi madre.
Estuve tentado de contar la experiencia de mi desprendimiento, el contacto con mi padre, pero me pareció que era algo demasiado verdadero para contarlo.
- Serán mis cuñados. –Mi madre un poco lo preguntó y otro poco lo afirmó.
- Nadie podría negarlo ni afirmarlo –La hechicera estaba apurada para irse, como si la casa en sí o las preguntas cargosas de mi madre la incomodaran. Salió avanzando de espaldas, al revés de como había entrado.
- Bueno –suspiró mi madre cuando se fue la hechicera -, estamos como al principio.
Yo fui a su dormitorio a ver qué habían sido todos esos ruidos, pero no descubrí nada raro.

Y llegó el jueves. La boletería de la ex estación Progreso acondicionada tal como lo había pedido Consuelo. Hasta habíamos traído un sol-de-noche cuya intensidad el Loco Pomare subía y Federico bajaba a cada momento.
Más luz, pedía uno; menos luz, pedía el otro. Estábamos todos nerviosos, esperando desde las ocho.
A las nueve menos cuarto Javier dijo que Consuelo no iba a venir y el Loco Pomare lo increpó diciéndole que él no sabía nada, que no fuera huevón. Yo dije que Consuelo iba a venir, aunque tenía mis dudas.
Habíamos barrido, habíamos conseguido un colchón viejo de la casa de Federico, habíamos limpiado los techos de telarañas y rociado por todas partes con Flit.
Después del cierre del ramal Progreso y la consiguiente mudanza, en la boletería habían dejado dos sillas, un escritorio, un pizarrón con los horarios de todos los trenes, su hora de llegada a cada una de las estaciones; todos los días, todas las semanas, todo el año.
- Tendríamos que haber traído cartas –dijo Daniel Carmona.
- Yo lo único que quiero es que la puta venga –casi gritó el Loco Pomare.
Yo estaba molesto e incómodo. A la vez quería y no quería que Consuelo viniera; estaba arrepentido de que el Loco Pomare estuviera ahí. Pero ya era inevitable.
A eso de las nueve y diez Javier dijo– Vieron, no va a venir –y el Loco Pomare le respondió con un insulto.
Todos me miraron pero yo no tuve ánimo para alentarlos ni tranquilizarlos.
Entonces oímos la voz de Consuelo llamándome desde el andén:
- ¿Estás ahí...? –El Loco Pomare se frotó las manos contra la entrepierna.
- Voy –dije, y salí de la boletería.
Ahí estaba Consuelo, pero acompañada por su marido; tomados de la mano y los dos con cara de susto. Estaba demasiado abrigada, como disfrazada, con un sobretodo y encima del sobretodo un tapado rojo y un chal azul que le cubría los hombros y la cabeza al estilo de las musulmanas. Detrás de ellos dos, alta y lejana, la baliza roja sobre el pararrayos de la torre de la fábrica de heladeras.
- Consuelo no quería venir –dijo el marido con voz firme y una mirada vacía de todo sentimiento, un chico de ocho años de la mano de su madre; sin embargo y paradójicamente, el tono era autoritario, como dando a entender que estaba al tanto de todo.
Yo no sabía que decir; de hecho, no dije nada.
- ¿Qué pasa? –Preguntó el Loco Pomare desde adentro, y todos se asomaron desde la puerta de la boletería. Cuando vieron a Consuelo de la mano del marido me miraron desconcertados. El Loco Pomare volvió a preguntar qué pasaba.
- No sé –dije yo por decir algo –, vinieron juntos.
- Vinimos a avisarte que no voy a venir –me dijo por fin Consuelo desde abajo de su montón de ropa. Espero que entiendas –estaba moqueando, a punto de llorar o como si recién hubiera llorado.
- Qué –dijo el Loco Pomare a la vez que daba un paso hacia adelante –¿Nos están tomando el pelo?
- No –intervino el marido en tono conciliador –, nada más veníamos a avisarles para que no esperaran toda la noche.
El Loco Pomare insistió: – ¿Nos están tomando el pelo? –Javier, Alfredo y Daniel Carmona miraban sin animarse a intervenir.
- En fin –dijo el marido de Consuelo desde su estatura de niño –. Espero que entiendan –y se dieron vuelta como para irse. Pero el Loco Pomare le saltó encima y lo agarró del cuello para detenerlo, entonces el marido de Consuelo giró violentamente y le asestó un golpe en la cara con un cuchillo, o con una cortaplumas, o con un clavo de punta que traía escondido entre su ropa. El Loco Pomare dio un grito de dolor y se tomó la cara con desesperación; entre los dedos empezó a escurrirse la sangre que le brotaba de la cara.
- Disculpen –dijo el marido de Consuelo a la vez que escondía el arma entre sus ropas. Volvieron a darnos la espalda y se fueron con paso apurado.
El Loco Pomare estaba bañado en sangre –¡Me sacó un ojo! –gritaba mientras se retorcía – ¡Me sacó un ojo! –No podía hacer pie y daba vueltas sobre sí mismo enceguecido por el dolor.
Le pedimos que nos dejara ver lo que tenía. Se arrodilló ayudado por nosotros y se sacó las manos de la cara. Estaba temblando, la saliva se escapaba de su boca a borbotones y se mezclaba con la sangre que le brotaba de una gran herida en la mejilla que se extendía hasta el ojo, tenía el párpado cortado y un hueco, la masa negra de un ojo desintegrado se escapaba por ese agujero.
- Sí –dijo Daniel Carmona –. Le sacó un ojo –Federico vomitó y el Loco Pomare se puso a llorar como una criatura.

Un mediodía, después de cerrar el almacén, la hechicera me llamó al mostrador y me habló con tono confidencial:
- Tu mamá no está bien de la cabeza –me dijo.
Le contesté que yo no creía eso, que mi madre estaba preocupada porque no podíamos salir del pozo, pero nada más que eso.
- No –insistió la hechicera–. Está perdida. Sé bien lo que te digo.
No respondí. Busqué satisfacción en sus ojos de ave de rapiña, pero no pude encontrarla.

La primera vez que volví a la casa de Consuelo con la excusa de un pedido, el marido me estaba esperando en la puerta y no se anduvo con vueltas para explicarme el cambio de situación: Consuelo ahora cobraba, y si teníamos ganas podíamos hacerlo con ella; yo y mis amigos y todos los que quisieran; pero pagando – Y que ninguno se venga de matón –amenazó.
Entregué el pedido y no abrí la boca, pero dos días después fuimos, y por fin lo hicimos. Javier, Daniel Carmona y yo. Federico no quiso venir y el Loco Pomare seguía internado en el hospital después de haber perdido su ojo.
Pagué veinte pesos y debuté con Consuelo; ella gritando como nunca me había imaginado que podían gritar las mujeres en esos casos:
- Estoy caliente porque están todos afuera esperando – y me clavaba las uñas en la espalda.
¿Y yo qué iba decirle? Lo único que hice fue aferrarme lo mejor que pude a su cuerpo voluptuoso y gigantesco.
Punto. La vida continuaba.