miércoles, 17 de octubre de 2007

ROBADO DEL BLOG DE GUSTAVO NIELSEN

ESPERANDO A GODOT / ENTREVISTA A GUILLERMO MARTÍNEZ


EAG: ¿Cuál es la función que le atribuís al crítico?

GM: Hay un desafío que la crítica no ha logrado resolver. La crítica no puede limitarse a una descripción de procedimientos, a un trabajo de desarmadero: "Este escritor ha elegido el relato no lineal, acá hace un juego intertextual con tal texto, aquí replica a otro". Porque está claro que con los mismos procedimientos y con los mismos materiales un escritor puede hacer una obra irrisoria y otro una obra maestra. Tiene que haber un juicio estético, si el texto es interesante o no, si es original o no. Hay una multitud de otras impresiones que uno percibe durante la lectura, que en general no están reflejadas en este tipo de argumentaciones. Ese es el trabajo, el difícil trabajo del crítico. Dar cuenta de lo que Susan Sontag llamaba el erotismo de la obra.

El crítico debe poder, además, desligar lo trivial de lo interesante.

domingo, 14 de octubre de 2007

EL INFINITO SIN ESTRELLAS

ESTRENO 1 DE NOVIEMBRE
EN LOS CINES
VILLAGE RECOLETA
HOYTS ABASTO
ATLAS GRAL PAZ
ATLAS RIVERA INDARTE
TITA MERELLO


sábado, 6 de octubre de 2007

ME VOY POR UNOS DIAS



GENTE:
Huyo por unos días de la civilización. De mi celular. De mis mail. De mi mismo? eso no se puede.
Por esta semanita les dejo un cuento que se llama...

UN VECINO CONFIABLE

Fui abandonando una por una todas las relaciones que guardaban algún interés por mi dinero, hasta quedarme solo. Como si se tratara de una gimnasia, me alejé también de mi mujer, aunque ella lo único que me demostraba era amor, y jamás interés por lo que yo tenía o dejaba de tener. Como consecuencia de la separación, un poco a mi pesar y otro poco no, me distancié de mis hijos. Podría decirse que cuando lo conocí al ingeniero Gamio yo vivía como un verdadero eremita. El tipo me cayó bien de entrada, nos conocimos en charlas de ascensor y de palier y después resultó que era mi vecino de la puerta de enfrente, el otro semipiso del séptimo.
Era boliviano de Santa Cruz de la Sierra, culto, había estudiado en la universidad de Córdoba y durante toda la carrera había sostenido su noviazgo a distancia con Susana, que a la larga sería su mujer y madre de sus dos hijos. Creo que esto habla bastante de su personalidad, era un tipo apacible y moderado, aunque no llegaba a ser retraído.
Como dije, primero compartimos ascensores, luego palieres, más tarde caminatas hasta la estación de tren, siguieron algunos cafés circunstanciales y por último me invitó a cenar varias veces a su departamento. Su mujer era amable pero fría, no me hacía sentir incómodo pero tampoco se esmeraba como anfitriona, estaba claro que aceptaba mi presencia en aquellas cenas como un derecho de su marido a relacionarse con quien se le diera la gana, pero ella no ponía ninguna clase de empeño. Al contrario de lo que pudiera pensarse, esto resultaba cómodo para mí, cuando ves la otra cara de las convenciones tomás contacto con la verdadera esencia de la libertad: cada uno hace lo que le parece y esto cubre las relaciones con un manto de comodidad, un pacto sutil de prescindencia.
Gamio se dirigía a su familia con el apelativo de ¨ amorcito ¨. ¨ Amorcito de aquí, ¨ amorcito ¨ de allá. Ya sea que se tratara de su mujer o de sus hijos. ¨ Amorcito, ¿porqué no me traes los anteojos que están sobre mi mesa de luz ? ¨ ¨ ¿ Tienes tarea para mañana, amorcito? ¨ Tantos años en Argentina no le habían sacado la manía de hablar de ¨ tu ¨ , pero lejos de molestar o parecer impostado como pasa con el ciento por ciento de los argentinos, en él inspiraba respeto. Era un hombre dulce, tierno, respetuoso, y con los mismo modales de siempre llamó esa noche a mi puerta, con tres golpes suaves, porque seguramente el timbre le parecería un desatino a la 1 : 30 de la madrugada.
- ¿Dormías?
- Estaba viendo en I Sat ¨ La última tentación de Cristo ¨
- No me parece correcta la postura ideológica de esa película.
- A mi me parece entretenida.
Miré la hora sin ninguna intención de sacármelo de encima, pero lo cierto era que nuestros encuentros jamás habían superado las once de la noche, sobre todo porque él madrugaba para llegar a horario a su trabajo en Munro.
- Sí, disculpa, disculpa …¿quieres seguir viendo la película?
- Ya casi están por crucificarlo.
Gamio avanzó un paso adentro del departamento, yo cerré la puerta y nos sentamos a ver el último tramo de la película. Retomamos en el momento que el ángel de la guarda bajaba de la cruz a Jesús, y a espaldas de Judíos y Romanos que continuaban insultando el madero vacío, le decía que ya era suficiente, que no era el Mesías y que Dios había decidido ahorrarle el resto del tormento.
Como yo no le pregunté qué necesitaba, Gamio, en su impertérrita corrección, no se decidió a decirme nada. Nos comportamos como dos adolescentes, el amigo que llega a cualquier hora y se suma a lo que el otro está haciendo sin mediar ninguna palabra.
Nos acomodamos en el sillón de pana de tres cuerpos y seguimos los avatares de la vida de este Jesús que primero se casaba con María Magdalena, después con la hermana de Lázaro, más tarde con su cuñada, y así iba sumando una caterva de hijos rubios de ojos celestes que lo seguían a todas partes. Un Jesús satisfecho que no se privaba de nada, siempre acompañado por su ángel guardián.
Para la segunda agonía de Jesús, cuando sus apóstoles lo descubren y le abren los ojos a la verdad, a la sazón, que su ángel guardián era el diablo encarnado, Gamio roncaba muy apretadito contra el apoyabrazos. Sentí un poco de ternura y curiosidad ¿qué hacía mi vecino a esa hora en mi casa? Esperé que el hijo de Dios fuera crucificado por segunda vez, dueño de una oportunidad que no todos tenemos, y ya sobre los rodantes, me atreví a despertarlo.
- ¿Terminó?
- Ahá.
- Yo no creo que Dios se hubiera apiadado de un hijo así…, pero mucho menos que le permitiera convertirse en semejante pecador.
- Bueno, no hizo nada del otro mundo.
Ya estábamos caminando juntos hacia la puerta, yo estaba en pantuflas y me sentía con el pelo revuelto y la boca amarga, tenía ganas de meterme en la cama y ya casi estaba arrepentido por haberme quedado mirando televisión hasta tan tarde, eran las dos y cuarto. Mirar tanta televisión siempre me hace sentir culpable. Le abrí la puerta.
- Escucha – me dijo por fin – tengo que mostrarte algo.
Yo me quedé mirándolo, tenía tanto sueño que no podía reaccionar.
- ¿Ahora?
- Si no te molesta.
Un poco me molestaba, pero no tenía alternativa. Saqué las llaves, cerré la puerta, ya estábamos en su departamento. Había olor milanesas y casi todas las luces estaban encendidas. Había algo extraño pero yo no llegaba detectar qué, o tal vez fuera el sueño lo que me producía el estado de extrañeza, sumado a un creciente mal humor. No acostarme en el momento oportuno deriva primero en mal humor, y después en migraña.
-Está en el baño.
Seguí a mi vecino hasta la puerta del baño de la suite. Él llevaba un pulóver de lana tejido en tres colores, esos jaspeados que se usaban en la década del ochenta, o antes, le quedaba un poco ajustado y le resaltaba una leve joroba que sabía disimular muy bien con la ropa holgada. En ese momento lo vi cansado, pero podía ser un reflejo de mi propio agotamiento. Los dos caminábamos en silencio, como si temiéramos despertar a alguien. Se dio vuelta, me miró como si estuviera arrepentido de haberme llevado hasta ahí.
- Nunca me has contado porqué te separaste de tu familia – me dijo.
- Algo te conté, pero ni siquiera yo lo tengo claro.
- ¿Odiabas a tu esposa?
- ¡No! Ni mucho menos.
- ¿Y cómo puedes vivir sin tus hijos?
- Los veo de vez en cuando.
- Pero es la cotidianeidad lo que vale.
- Edgar – le dije, y era raro que lo llamara por su nombre – Son casi las tres de la mañana.
Reconoció lo atinado del comentario con un movimiento de cabeza, y por fin me franqueó el paso al baño de la suite. Voy a contar lo que vi, sin ninguna clase de comentario: la mujer de Gamio se encontraba en bombacha y corpiño, sentada en el bidet y enfocada y volcada hacia el inodoro, tenía los ojos desorbiados y las manos crispadas, una contra la pared y la otra contra el borde del inodoro. Azulejos, pisos, artefactos, papel higiénico, toalla, hasta una parte del techo, a partir de su boca abierta todo estaba cubierto de sangre, como si toda ella hubiera estallado en un vómito rojo.
- Está muerta – comentó Gamio, como si fuera necesaria la aclaración. Tuve que retroceder y contener el miedo y las náuseas. Salir y sentarme en la cama del dormitorio, estaba transpirando frío. Transcurrieron algunos minutos hasta que Gamio me preguntó:
- ¿Piensas que yo la maté?
- ¿Vos la mataste?
- Discutimos, pero no sé. No me creo capaz de haberla matado.
- Hay sangre, pero parece que la hubiera vomitado.
Gamio también se sentó en la cama, yo lo veía frío, calculando cada una de las palabras.
- Le pegué un cachetazo, ella se tomó el pecho y tuvo una arcada, corrió al baño como para vomitar, y murió así, como la vez ahora, en un vómito de sangre, como si le hubiera estallado el corazón.
Yo no sabía qué decir.
- ¿Crees que de verdad la maté?
- ¿Y los chicos?
- Están en casa de su abuela, nos debíamos una conversación y no queríamos involucrarlos.
- No sé qué decirte.
- Jamás me imaginé haciendo una cosa así…pero me dijo algo muy doloroso.
- No sé qué decirte – repetí.
Se hizo un largo silencio apenas interrumpido, o más bien acompasado por el tic tic del movimiento de las agujas del reloj despertador.
- A veces las mujeres saben como herirnos – se quejó.
- ¿No te molesta ese ruidito del reloj para dormir?
- Ya estamos acostumbrados.
Yo trataba de concentrarme en algo pero me resultaba imposible, me sentía disperso, apenado, asustado, confundido. El sueño había pasado de largo y también el mal humor pero estaba arrancando la migraña. Sentí la mirada de mi vecino, estaba mi lado y no me sacaba los ojos de encima, como si estuviera esperando de mí una repuesta que le resolviera la tragedia en la que se había metido.
- ¿Crees que descubrirán alguna marca del cachetazo?
- ¿Qué?
- ¿Si te parece que la policía va a descubrir la marca del cachetazo?
- ¿Tú qué crees? – le contesté, hablando como él, ridícula e inconscientemente.
- Yo no se la encuentro.
Se veía avergonzado. No sé si porque acababa de ver La última tentación de Cristo, o qué, pero sentí pena por él. Se supone que un hombre tan preocupado por sí mismo a tres pasos del cadáver recién muerto de su mujer debería haber despertado alguna clase de irritación. Pero sentí lástima.
- ¿Tu no podrías fijarte?
- ¿Qué cosa?
- Si se le nota alguna marca del cachetazo.
- Edgar – le dije por segunda vez – estoy impresionado, tu mujer está muerta y bañada de sangre, todo el baño está cubierto de sangre. Hasta tiene los ojos abiertos. Yo vi algunos muertos pero siempre estaban en cajones, rodeados de flores y familiares.
- A ella no le gustaban las flores, odiaba todo el comercio relacionado con la muerte.
Quedamos otra vez en silencio. Otra vez el tic tic del reloj. A mí me aterraba la idea de tener que inspeccionar ese cadáver cuya visión apenas había podido soportar por un par de segundos y a un par de metros de distancia.
- ¿Nunca te he contado mi anécdota de El Chorro?
- ¿Qué es El Chorro? – Le pregunté.
- Un pueblito perdido en el norte de Bolivia. Una vez me quedó de paso cuando viajaba desde Cobija a Santa Cruz. Yo trabajaba en una obra a cincuenta kilómetros de Cobija y estuve sin ver ni una sola mujer durante nueve meses.
Le dije que nunca me había contado la historia, e hice silencio.
- Ahí en Cobija, en mi regreso hacia Santa Cruz, me dieron anginas y estuve con cuarenta de fiebre así que tampoco pude estar con nadie. Es un lugar turístico y hay mujeres, pero yo…nada. Así que un poco más abajo, ya de vuelta en viaje, me metí en un burdel de El Chorro y estuve con una gorda que me pareció la mujer más hermosa de la tierra. Como te dije, llevaba nueve meses de abstinencia total.
Por un momento me olvidé de su mujer muerta en el baño y me interesó saber de qué iba con esta historia.
- ¿Y?
- Nada, que pocos meses después, ya en vida normal con mi novia y todo eso, vuelvo a pasar por el lugar y veo a la gorda de día, atendiendo en el restaurante de ruta. Era renga, casi calva, le faltaban la mitad de los dientes, babeaba permanentemente y tenía las piernas roñosas y cubiertas de várices. No sólo había pagado para acostarme con ella, también me había parecido hermosa.
- ¿Era la misma mujer?
- ¡Por supuesto que era la misma mujer!
Me reí con una risita breve, pero no de compromiso. Él me tomó la mano. Intentaba ser un gesto viril pero en el fondo teníamos la mano tomada como dos colegiales asustados.
- No sé si me voy a animar a verla – le dije.
- Te lo ruego, Jorge, a nadie más puedo pedirle esto.
- ¿Y qué pasa si se nota?
- Todavía no pensé en eso, pero lo que no puedo hacer es actuar desprevenidamente.
Tomé coraje y entré al baño. Le pedí que me acompañara. Fui avanzando hacia el cadáver de la mujer con pasos cortitos, temblando y al borde del vómito, hacía lo imposible por no mirarla, sobre todo por no mirarle los ojos.
- ¿De qué lado le pegaste?
Se miró las manos: - Mano derecha, mejilla izquierda.
Era el lado más fácil, el que no tenía apoyado contra la pared, pero la tenía cubierta por el pelo, su pelo rubio y ensangrentado. Le pedí a Gamio algo para corrérselo, me alcanzó un cepillo de dientes. Mientras con la mano derecha corría el mechón de pelo que cubría la mejilla de la mujer muerta, con la izquierda hacía pantalla para no mirarle los ojos.
- Yo no veo nada – dije temblando, la voz apenas me salía.
- ¿Estás seguro?
- Yo no veo nada – repetí, y salí del baño y del dormitorio.
Suspiró, se frotó las manos, negó con la cabeza en un gesto de temor o arrepentimiento, y me dijo que era mejor que me fuera, que muchas gracias.
- ¿Y ahora qué vas a hacer?
- Llamar una ambulancia.
- ¿Qué vas a decirles?
- Que estábamos mirando tele y de golpe se agarró el pecho y salió corriendo al baño como para vomitar. Que un rato después la encontré así.
- ¿Y si te preguntan qué estaban viendo?
- La Última tentación de Cristo – dijo, levantando los hombros. Me pareció razonable.
Nos despedimos con un apretón de manos, como grandes amigos a la vez entrañables y distantes. Como gente de otra época, cuando no era usual que los hombres nos saludáramos con un beso. Cuando estaba por cerrar la puerta estuve a punto de pedirle que nunca contara que yo había estado ahí, y mucho menos que había inspeccionado lo de la cachetada, pero después me pareció demasiado obvio. No me pregunten porqué, pero seguía pareciéndome un vecino confiable.

jueves, 4 de octubre de 2007

CADENA DE BLOGGERS



EL 1 DE NOVIEMBRE SE ESTRENA EL INFINITO SIN ESTRELLAS EN

HOYTS ABASTO
VILLAGE RECOLETA
TITA MERELLO

Las dificultades y manos negras que debe enfrentar nuestro cine independiente son incontables, y no las voy a contar aquí porque pienso llevar adelante mi optimismo sin límites. Lo que sí propongo a todos los visitantes de este blog es que den a conocer este estreno, y si mandan visitas para que conozcan, mucho mejor, también está la página oficial www.elinfinitosinestrellas.com y el blog.
El primer fin de semana es crucial, de jueves a domingo.
Voy a subir este post cada semana hasta el estreno. Pregunten lo que quieran, pidan también.
SE INICIA LA CAMPAÑA BLOGGER PARA EL INFINITO SIN ESTRELLAS, LA PELICULA....JAJAJAJA ABRAZO A TODOS

LUCES DEL ATARDECER



Enseño guión , y a decir verdad, esta película da por tierra con muchos de los preceptos que trato de enseñar.
Claro que les digo a mis alumnos que las formas son nuestro defecto, y no nuestra virtud. Así y todo. Tengo miedo de estar estafándolos. No es que esta película escape por completo del molde, pero no tiene climax, no tiene alivio, no tiene intención de que vuelvas a por el director en su próxima película.

Kaurismaki es como Robert Rodriguez, pero al no dar lugar a la venganza que redime al espectador y abre las puertas de Hollywood, no está a la espera de tan dorado y adorado futuro.
Imaginen Dogville sin la matanza final, eso es precisamente lo que van a ver, si se le animan a LUCES DEL ATARDECER.
La van a pasar bien, y la van a pasar mal. A mi me gusta ese tipo de cine. ¿y a ustedes?

DATA:

Aki Kaurismäki nace en Ormattila (Finlandia) en 1957. Va a realizar algunos trabajos antes de fundar su propia productora (Villealfa Productions) junto a su hermano Mika (también director de cine). Desde los años 80 juntos van a contabilizar una quinta parte de la producción cinematográfica finlandesa. Su primera película en solitario fue una versión del clásico Crimen y Castigo de Dostoievski. Desde entonces se ha ido haciendo un hueco en el cine europeo y en festivales a través de películas como La chica de la fábrica de cerillas, Contraté un asesino a sueldo o Juha. Su último largometraje Un hombre sin pasado en el 2002 obtuvo el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes al igual que su protagonista, Kati Outinen que obtuvo el Premio a la Mejor Actriz. y significó el punto culminante de su carrera como realizador y alcanzó una repercusión que nunca antes había tenido una película finlandesa Con su estilo un poco excéntrico e inimitable Aki Kaurismäuki se ha confirmado, sin duda, como uno de los directores más importantes del cine contemporáneo.

UN CUENTO



Es uno de los relatos, de 4, que dieron origen a mi película. Sé que cuesta leer cuentos en los blog, pero, para los que tengan ganas...

QUE ES LA MUERTE

Mi madre se pintaba los labios y yo pateaba una pelota de goma contra las sillas de la cocina.
-¿Qué estás haciendo?
- Nada. –Contesté, y seguí pateando con fuerza.
Se pintaba los labios, se delineaba los ojos, después se limpiaba la cara con algodón embebido en aceite y volvía a empezar. Probaba un color de lápiz labial y después otro, así durante horas. A veces me daba tantos besos seguidos que me dejaba su boca púrpura impresa por toda la cara. “Te pinté” decía “Vení que te limpio”, y se mojaba con saliva el dedo pulgar y me frotaba las mejillas con energía, hasta que yo chillaba de dolor o de fastidio o ella misma se hastiaba o se daba por vencida y me mandaba a lavarme la cara. Tenía que fregarme con jabón. Algunas veces, apenas terminaba de limpiarme, ella volvía a la carga. Yo la dejaba hacer, me dejaba estar. No sentía ningún placer, mas bien cierta repulsión y la certeza de no tener derecho a rechazarla para no desestabilizar cierta frágil armonía que solía establecerse entre nosotros.
Otras veces se olvidaba de mí, o parecía que se olvidaba. Los olvidos coincidían con estados de enajenación que podían durar días o semanas. Durante los períodos de enajenación se dedicaba a bordar. Bordaba frenéticamente, para sus clientas o para ella misma. Bordaba flores y hojas otoñales, bordaba pájaros y ciervos y unos animales extraños que ella había bautizado gatos árabes; bordaba perros regalones y formas de países con sus nombres escritos en letras góticas y casas con chimeneas y paisajes suizos ornamentados con mostacillas. Consumía conos enteros de hilos dorados y plateados, cientos de miles de metros de colores matizados, así se llamaban: verde matizado, rojo matizado. Un ilusorio y maltratado arco iris en tonos matizados se extendía sobre camisas o sobre vestidos o sobre pecheras. Mi madre bordaba sobre cuanto pedazo de tela pasara por sus manos. En casa había repasadores bordados, pañuelos bordados, trapos de piso bordados, cortinas, felpudos, patines, carpetas, alfombras, almohadones, fundas, banderines, tapices, escudos, escarapelas. Cuando en pleno frenesí bordador alguna de las piezas mecánicas o el motor eléctrico de su máquina Singer estallaban fuera de servicio por el lógico recalentamiento, se empecinaba en repararlos ella misma y me tenía de mandadero ida y vuelta con repuestos, aceites, y consultas al mecánico. Yo caminaba ida y vuelta de casa al taller, de casa a la fábrica de hilos, de casa a la mercería. Más de una vez en su apuro o en su desesperación por bordar un trapo, y otro, y después otro, se distraía y la aguja le traspasaba un dedo de lado a lado, casi siempre a la altura de la uña; pero ella ni se preocupaba, hundía el dedo en alcohol y se lo vendaba y seguía adelante a toda máquina. La producción de trapos bordados debía continuar a costa de todo.
Mi madre tenía instalado su taller en mi habitación, o yo tenía mi habitación instalada en su taller: la máquina Singer a los pies de mi cama; contra las paredes estantes repletos de conos y carreteles de hilados. Había retazos de todas formas y colores y pliegos de papel de calcar y una especie de pasta de copiado color azul, de olor perenne, mezcla de alcohol y acetona que, combinados con el eterno chiqui-chiqui de la máquina de bordar me hundían, a la hora de dormir, en un sopor placentero. Beatífico.
En su desesperación, mi madre siempre estaba a la pesca de nuevos trabajos, así fue que una clienta la puso en contacto con una funeraria “mayorista” y le trajeron a bordar una cantidad importante de mortajas. Lo de funeraria “mayorista” era una definición de mi madre, o de su clienta, y todavía hoy no entiendo lo que significaba.
Las mortajas eran grandes telas amarillentas cuya manipulación generaba el fru-fru de los vestidos del siglo diecinueve. Mi madre las desplegaba y batallaba con dedicación aplicando cintas y encajes mientras yo imaginaba que muertos al por mayor desfilaban a los pies de mi cama.
La primera vez que pregunté sobre aquellas telas que venían envueltas en sospechosos paquetes negros, mi madre rehusó contestar; pero insistí hasta ser informado de manera directa y concisa. Como la palabra mortaja me causó mala impresión, mi madre trató de mitigar el efecto fúnebre diciendo que después de todo, no eran más que telas para vestir muertos.
Pasaron semanas y las telas para vestir muertos desplegadas a los pies de mi cama enrarecieron la atmósfera del cuarto. De noche era imposible dormir, fosforescencias diminutas se movían como insectos y alientos como voces sordas se descargaban desde la nada contra mis oídos. Cierta cálida hediondez flotaba en el aire, como de verduras hirviendo, legumbres en mal estado cocinándose en alguna parte debajo o al lado de mi cama, o en los mismísimos paquetes negros en los que habitaban las mortajas.
Al principio mi madre no daba crédito a mis denuncias sobre el mundo supraterrenal que se había instalado en mi cuarto, y yo mismo sospechaba que mis ojos y mis oídos mentían o por lo menos exageraban, pero, qué otra cosa podían atraer aquellas mortajas si no espectros que las habitaran. Me hundía en la cama, me tapaba la cabeza con las sábanas y esperaba el amanecer. La luz del día barría de un golpe la persistencia de aquellas impresiones.
Ante mi insistencia mi madre dijo que le parecía normal (yo no sabía si hablaba en broma o en serio) que los muertos vinieran en busca de sus trajes; y dijo también que desconocíamos todo sobre las ansiedades de los espíritus, y era natural que se interesaran por las prendas que utilizarían durante la eternidad.
-¿Qué es la muerte?- le pregunté a mi madre ese día, convencido por única vez de que ella tenía la respuesta.
- Estar aquí esperando que las cosas mejoren –me contestó.
Ya no se podía dormir en aquel submundo nocturno que era la atmósfera de mi cuarto. Mi madre bordaba como hasta las doce de la noche. Después se preparaba un té y se entretenía en su habitación leyendo una revista, o depilándose las piernas. Yo escuchaba con atención sus movimientos desde mi cama, el leve crujido de las páginas, la taza de té chocando contra el plato, la hoja de afeitar deslizándose sobre la superficie de sus piernas. A la una y media apagaba su velador, y a eso de las dos llegaba mi padre. El ruido de la llave en la cerradura, su respiración agitada, la tos crónica. Entraba en el baño, la casa volvía a quedar a oscuras. Salía del baño y se quedaba largo tiempo sentado en la cocina. En silencio. Como a las cuatro apagaba la luz de la cocina y se iba a dormir. Yo me preguntaba qué haría durante aquellas dos horas. Aguzaba mi oído pero era imposible oír nada.
Desde las dos hasta las cuatro, y se iba a dormir. Entonces renacía en mí la sensación de terror que se desvanecería recién con la llegada del amanecer, y me quedaba dormido.
Una noche me levanté y me asomé a la cocina sin que me viera. Ahí estaba mi padre, sentado, jugueteando con sus manos sobre la mesa de la cocina; golpeteaba la mesa como si imaginara una melodía. Tenía una mirada perdida, triste. Lo contemplé durante algunos minutos, y después avancé para que me viera.
-¿Qué pasa? - me preguntó, con una voz que no parecía la suya, una voz ronca, lejana.
- No puedo dormir.
- ¿Por?
- Hay fantasmas –le dije -¿Puede ser que en mi pieza haya fantasmas?
Mi padre se puso de pie. – Vamos –me dijo, apoyó sus manos sobre mis hombros, me dio media vuelta y me acompañó hasta mi cuarto, así, con sus manos apoyadas sobre mis hombros, como si yo no conociera el camino hasta mi cuarto, o como si él no lo conociera.
Me acosté y él se sentó en el borde de la cama.
- Hay fantasmas –repetí.
Dejó transcurrir un rato, como si lo estuviera comprobando - Es cierto –dijo por fin; y era mi padre pero a la vez un hombre diferente a mi padre, más viejo, o más sereno -. Serán esos trapos horribles que borda tu madre; o quién sabe –y me acarició la cabeza, jugó con las yemas de sus dedos contra los bordes de mi oreja.
Cerré los ojos. Su voz, esa voz ronca y lejana que no parecía la de mi padre, inició un relato o una conversación. Pero no pude saber de qué se trataba, porque me quedé dormido.

martes, 2 de octubre de 2007

ALFREDO CASERO Y LA SENSURA

ALFREDO CASERO comenzó con su blog en Clarín. LOCO !!!! DEJEN YA DE INVADIR TODOS TODOS TODOS LOS ESPACIOS.
Lo bueno es que si querés dejar un comentario hay sensura previa.
¡¡¡¡¡BRAVO CASERO !!!!

QUE LOQUITO EH !!!

COMO SI




Si supiera
Estaría aquí
Pero no sabe
Si quisiera
Estaría aquí
Pero no quiere
Si viviera
Estaría aquí
Pero no vive

Sin embargo

Golpea noche tras noche debajo de mi cama
Las palmas
Su cabeza contra el piso
Sus dientes contra el elástico metálico

Como si
Siempre como si

lunes, 1 de octubre de 2007

IMPERIO - por David Lynch



Que a los 60 años David Lynch tenga que pasar por el trago de autodistribuirse su última película, Inland Empire, es casi tan insólito e indignante como lo sería que Saramago o García Márquez se autoeditaran sus últimas novelas. ¿A que es inconcebible? Pues a algunos cineastas les pasa: Terry Gilliam ha salido a la calle para recoger firmas y mendigar un distribuidor para su radical y extrema Tideland.
Y hay que ser un condenado genio para atreverse a filmar una película así, de tres horas, en la época en que todos quieren películas fáciles y si es posible sólo comedias fáciles. ME SACO EL SOMBRERO.
Es pura magia de imagen, puro preguntarse ¿qué mierda está pasando? Este dotado del cine tiene la capacidad de crear los climas más extraordinarios de la pantalla contemporánea, ya lo demostró con Muholand Drive e inclusive con Una historia sencilla.
Son tres horas, ok, pero no dejen de verla, ahora o cuando salga en video.