jueves, 4 de octubre de 2007

UN CUENTO



Es uno de los relatos, de 4, que dieron origen a mi película. Sé que cuesta leer cuentos en los blog, pero, para los que tengan ganas...

QUE ES LA MUERTE

Mi madre se pintaba los labios y yo pateaba una pelota de goma contra las sillas de la cocina.
-¿Qué estás haciendo?
- Nada. –Contesté, y seguí pateando con fuerza.
Se pintaba los labios, se delineaba los ojos, después se limpiaba la cara con algodón embebido en aceite y volvía a empezar. Probaba un color de lápiz labial y después otro, así durante horas. A veces me daba tantos besos seguidos que me dejaba su boca púrpura impresa por toda la cara. “Te pinté” decía “Vení que te limpio”, y se mojaba con saliva el dedo pulgar y me frotaba las mejillas con energía, hasta que yo chillaba de dolor o de fastidio o ella misma se hastiaba o se daba por vencida y me mandaba a lavarme la cara. Tenía que fregarme con jabón. Algunas veces, apenas terminaba de limpiarme, ella volvía a la carga. Yo la dejaba hacer, me dejaba estar. No sentía ningún placer, mas bien cierta repulsión y la certeza de no tener derecho a rechazarla para no desestabilizar cierta frágil armonía que solía establecerse entre nosotros.
Otras veces se olvidaba de mí, o parecía que se olvidaba. Los olvidos coincidían con estados de enajenación que podían durar días o semanas. Durante los períodos de enajenación se dedicaba a bordar. Bordaba frenéticamente, para sus clientas o para ella misma. Bordaba flores y hojas otoñales, bordaba pájaros y ciervos y unos animales extraños que ella había bautizado gatos árabes; bordaba perros regalones y formas de países con sus nombres escritos en letras góticas y casas con chimeneas y paisajes suizos ornamentados con mostacillas. Consumía conos enteros de hilos dorados y plateados, cientos de miles de metros de colores matizados, así se llamaban: verde matizado, rojo matizado. Un ilusorio y maltratado arco iris en tonos matizados se extendía sobre camisas o sobre vestidos o sobre pecheras. Mi madre bordaba sobre cuanto pedazo de tela pasara por sus manos. En casa había repasadores bordados, pañuelos bordados, trapos de piso bordados, cortinas, felpudos, patines, carpetas, alfombras, almohadones, fundas, banderines, tapices, escudos, escarapelas. Cuando en pleno frenesí bordador alguna de las piezas mecánicas o el motor eléctrico de su máquina Singer estallaban fuera de servicio por el lógico recalentamiento, se empecinaba en repararlos ella misma y me tenía de mandadero ida y vuelta con repuestos, aceites, y consultas al mecánico. Yo caminaba ida y vuelta de casa al taller, de casa a la fábrica de hilos, de casa a la mercería. Más de una vez en su apuro o en su desesperación por bordar un trapo, y otro, y después otro, se distraía y la aguja le traspasaba un dedo de lado a lado, casi siempre a la altura de la uña; pero ella ni se preocupaba, hundía el dedo en alcohol y se lo vendaba y seguía adelante a toda máquina. La producción de trapos bordados debía continuar a costa de todo.
Mi madre tenía instalado su taller en mi habitación, o yo tenía mi habitación instalada en su taller: la máquina Singer a los pies de mi cama; contra las paredes estantes repletos de conos y carreteles de hilados. Había retazos de todas formas y colores y pliegos de papel de calcar y una especie de pasta de copiado color azul, de olor perenne, mezcla de alcohol y acetona que, combinados con el eterno chiqui-chiqui de la máquina de bordar me hundían, a la hora de dormir, en un sopor placentero. Beatífico.
En su desesperación, mi madre siempre estaba a la pesca de nuevos trabajos, así fue que una clienta la puso en contacto con una funeraria “mayorista” y le trajeron a bordar una cantidad importante de mortajas. Lo de funeraria “mayorista” era una definición de mi madre, o de su clienta, y todavía hoy no entiendo lo que significaba.
Las mortajas eran grandes telas amarillentas cuya manipulación generaba el fru-fru de los vestidos del siglo diecinueve. Mi madre las desplegaba y batallaba con dedicación aplicando cintas y encajes mientras yo imaginaba que muertos al por mayor desfilaban a los pies de mi cama.
La primera vez que pregunté sobre aquellas telas que venían envueltas en sospechosos paquetes negros, mi madre rehusó contestar; pero insistí hasta ser informado de manera directa y concisa. Como la palabra mortaja me causó mala impresión, mi madre trató de mitigar el efecto fúnebre diciendo que después de todo, no eran más que telas para vestir muertos.
Pasaron semanas y las telas para vestir muertos desplegadas a los pies de mi cama enrarecieron la atmósfera del cuarto. De noche era imposible dormir, fosforescencias diminutas se movían como insectos y alientos como voces sordas se descargaban desde la nada contra mis oídos. Cierta cálida hediondez flotaba en el aire, como de verduras hirviendo, legumbres en mal estado cocinándose en alguna parte debajo o al lado de mi cama, o en los mismísimos paquetes negros en los que habitaban las mortajas.
Al principio mi madre no daba crédito a mis denuncias sobre el mundo supraterrenal que se había instalado en mi cuarto, y yo mismo sospechaba que mis ojos y mis oídos mentían o por lo menos exageraban, pero, qué otra cosa podían atraer aquellas mortajas si no espectros que las habitaran. Me hundía en la cama, me tapaba la cabeza con las sábanas y esperaba el amanecer. La luz del día barría de un golpe la persistencia de aquellas impresiones.
Ante mi insistencia mi madre dijo que le parecía normal (yo no sabía si hablaba en broma o en serio) que los muertos vinieran en busca de sus trajes; y dijo también que desconocíamos todo sobre las ansiedades de los espíritus, y era natural que se interesaran por las prendas que utilizarían durante la eternidad.
-¿Qué es la muerte?- le pregunté a mi madre ese día, convencido por única vez de que ella tenía la respuesta.
- Estar aquí esperando que las cosas mejoren –me contestó.
Ya no se podía dormir en aquel submundo nocturno que era la atmósfera de mi cuarto. Mi madre bordaba como hasta las doce de la noche. Después se preparaba un té y se entretenía en su habitación leyendo una revista, o depilándose las piernas. Yo escuchaba con atención sus movimientos desde mi cama, el leve crujido de las páginas, la taza de té chocando contra el plato, la hoja de afeitar deslizándose sobre la superficie de sus piernas. A la una y media apagaba su velador, y a eso de las dos llegaba mi padre. El ruido de la llave en la cerradura, su respiración agitada, la tos crónica. Entraba en el baño, la casa volvía a quedar a oscuras. Salía del baño y se quedaba largo tiempo sentado en la cocina. En silencio. Como a las cuatro apagaba la luz de la cocina y se iba a dormir. Yo me preguntaba qué haría durante aquellas dos horas. Aguzaba mi oído pero era imposible oír nada.
Desde las dos hasta las cuatro, y se iba a dormir. Entonces renacía en mí la sensación de terror que se desvanecería recién con la llegada del amanecer, y me quedaba dormido.
Una noche me levanté y me asomé a la cocina sin que me viera. Ahí estaba mi padre, sentado, jugueteando con sus manos sobre la mesa de la cocina; golpeteaba la mesa como si imaginara una melodía. Tenía una mirada perdida, triste. Lo contemplé durante algunos minutos, y después avancé para que me viera.
-¿Qué pasa? - me preguntó, con una voz que no parecía la suya, una voz ronca, lejana.
- No puedo dormir.
- ¿Por?
- Hay fantasmas –le dije -¿Puede ser que en mi pieza haya fantasmas?
Mi padre se puso de pie. – Vamos –me dijo, apoyó sus manos sobre mis hombros, me dio media vuelta y me acompañó hasta mi cuarto, así, con sus manos apoyadas sobre mis hombros, como si yo no conociera el camino hasta mi cuarto, o como si él no lo conociera.
Me acosté y él se sentó en el borde de la cama.
- Hay fantasmas –repetí.
Dejó transcurrir un rato, como si lo estuviera comprobando - Es cierto –dijo por fin; y era mi padre pero a la vez un hombre diferente a mi padre, más viejo, o más sereno -. Serán esos trapos horribles que borda tu madre; o quién sabe –y me acarició la cabeza, jugó con las yemas de sus dedos contra los bordes de mi oreja.
Cerré los ojos. Su voz, esa voz ronca y lejana que no parecía la de mi padre, inició un relato o una conversación. Pero no pude saber de qué se trataba, porque me quedé dormido.

4 comentarios:

Nosotras mismas dijo...

Me ha encantado tu cuento.

Volveré (espero que no haya sonado a amenaza)

Saludos.

Ideas Nuevas dijo...

Y yo inicié mi lectura y me dejé llevar, sin darme cuenta ya estaba en el final. Encantado y complacido con el cuento...

Lo de Helio fue casualidad en la web, gracias a esos laberntos que se forman clickenado y clickeando. Por suerte pasó y conseguí esos extraordinarios dibujos que me dejaron impresionado y no por impresionista precisamente. Sí puede le manda mis admiraciones desde Venezuela.

Estoy muy motivado a ver su película, lástima que no tenga la oportunidad en mi país de disfrutar de su proyección. SIn embargo buscaré el modo. MI películe favorita es una argentina, El Lado Oscuro del Corazón, simplemente grandiosa.

Y bueno, lo de Boca está demás decir, Dale Booo, dale Booo, Dale Boca, dale Booo...

Saludos fraternales desde Venezuela...

Recomenzar dijo...

Realmente me has impactado con el texto. Y aunque no encuentro el enganche , enlace te doy mis gracias.Es un honot tenerte como lector y un espacio en tu blog.


Mucha

Anónimo dijo...

Me gustó mucho el cuento, imaginé aquel niño, en medio de hilos, telas y sueños...Realista, vivencial y lleno de mucho sentir... Gracias por compartir... Un abrazo para tí