sábado, 6 de octubre de 2007

ME VOY POR UNOS DIAS



GENTE:
Huyo por unos días de la civilización. De mi celular. De mis mail. De mi mismo? eso no se puede.
Por esta semanita les dejo un cuento que se llama...

UN VECINO CONFIABLE

Fui abandonando una por una todas las relaciones que guardaban algún interés por mi dinero, hasta quedarme solo. Como si se tratara de una gimnasia, me alejé también de mi mujer, aunque ella lo único que me demostraba era amor, y jamás interés por lo que yo tenía o dejaba de tener. Como consecuencia de la separación, un poco a mi pesar y otro poco no, me distancié de mis hijos. Podría decirse que cuando lo conocí al ingeniero Gamio yo vivía como un verdadero eremita. El tipo me cayó bien de entrada, nos conocimos en charlas de ascensor y de palier y después resultó que era mi vecino de la puerta de enfrente, el otro semipiso del séptimo.
Era boliviano de Santa Cruz de la Sierra, culto, había estudiado en la universidad de Córdoba y durante toda la carrera había sostenido su noviazgo a distancia con Susana, que a la larga sería su mujer y madre de sus dos hijos. Creo que esto habla bastante de su personalidad, era un tipo apacible y moderado, aunque no llegaba a ser retraído.
Como dije, primero compartimos ascensores, luego palieres, más tarde caminatas hasta la estación de tren, siguieron algunos cafés circunstanciales y por último me invitó a cenar varias veces a su departamento. Su mujer era amable pero fría, no me hacía sentir incómodo pero tampoco se esmeraba como anfitriona, estaba claro que aceptaba mi presencia en aquellas cenas como un derecho de su marido a relacionarse con quien se le diera la gana, pero ella no ponía ninguna clase de empeño. Al contrario de lo que pudiera pensarse, esto resultaba cómodo para mí, cuando ves la otra cara de las convenciones tomás contacto con la verdadera esencia de la libertad: cada uno hace lo que le parece y esto cubre las relaciones con un manto de comodidad, un pacto sutil de prescindencia.
Gamio se dirigía a su familia con el apelativo de ¨ amorcito ¨. ¨ Amorcito de aquí, ¨ amorcito ¨ de allá. Ya sea que se tratara de su mujer o de sus hijos. ¨ Amorcito, ¿porqué no me traes los anteojos que están sobre mi mesa de luz ? ¨ ¨ ¿ Tienes tarea para mañana, amorcito? ¨ Tantos años en Argentina no le habían sacado la manía de hablar de ¨ tu ¨ , pero lejos de molestar o parecer impostado como pasa con el ciento por ciento de los argentinos, en él inspiraba respeto. Era un hombre dulce, tierno, respetuoso, y con los mismo modales de siempre llamó esa noche a mi puerta, con tres golpes suaves, porque seguramente el timbre le parecería un desatino a la 1 : 30 de la madrugada.
- ¿Dormías?
- Estaba viendo en I Sat ¨ La última tentación de Cristo ¨
- No me parece correcta la postura ideológica de esa película.
- A mi me parece entretenida.
Miré la hora sin ninguna intención de sacármelo de encima, pero lo cierto era que nuestros encuentros jamás habían superado las once de la noche, sobre todo porque él madrugaba para llegar a horario a su trabajo en Munro.
- Sí, disculpa, disculpa …¿quieres seguir viendo la película?
- Ya casi están por crucificarlo.
Gamio avanzó un paso adentro del departamento, yo cerré la puerta y nos sentamos a ver el último tramo de la película. Retomamos en el momento que el ángel de la guarda bajaba de la cruz a Jesús, y a espaldas de Judíos y Romanos que continuaban insultando el madero vacío, le decía que ya era suficiente, que no era el Mesías y que Dios había decidido ahorrarle el resto del tormento.
Como yo no le pregunté qué necesitaba, Gamio, en su impertérrita corrección, no se decidió a decirme nada. Nos comportamos como dos adolescentes, el amigo que llega a cualquier hora y se suma a lo que el otro está haciendo sin mediar ninguna palabra.
Nos acomodamos en el sillón de pana de tres cuerpos y seguimos los avatares de la vida de este Jesús que primero se casaba con María Magdalena, después con la hermana de Lázaro, más tarde con su cuñada, y así iba sumando una caterva de hijos rubios de ojos celestes que lo seguían a todas partes. Un Jesús satisfecho que no se privaba de nada, siempre acompañado por su ángel guardián.
Para la segunda agonía de Jesús, cuando sus apóstoles lo descubren y le abren los ojos a la verdad, a la sazón, que su ángel guardián era el diablo encarnado, Gamio roncaba muy apretadito contra el apoyabrazos. Sentí un poco de ternura y curiosidad ¿qué hacía mi vecino a esa hora en mi casa? Esperé que el hijo de Dios fuera crucificado por segunda vez, dueño de una oportunidad que no todos tenemos, y ya sobre los rodantes, me atreví a despertarlo.
- ¿Terminó?
- Ahá.
- Yo no creo que Dios se hubiera apiadado de un hijo así…, pero mucho menos que le permitiera convertirse en semejante pecador.
- Bueno, no hizo nada del otro mundo.
Ya estábamos caminando juntos hacia la puerta, yo estaba en pantuflas y me sentía con el pelo revuelto y la boca amarga, tenía ganas de meterme en la cama y ya casi estaba arrepentido por haberme quedado mirando televisión hasta tan tarde, eran las dos y cuarto. Mirar tanta televisión siempre me hace sentir culpable. Le abrí la puerta.
- Escucha – me dijo por fin – tengo que mostrarte algo.
Yo me quedé mirándolo, tenía tanto sueño que no podía reaccionar.
- ¿Ahora?
- Si no te molesta.
Un poco me molestaba, pero no tenía alternativa. Saqué las llaves, cerré la puerta, ya estábamos en su departamento. Había olor milanesas y casi todas las luces estaban encendidas. Había algo extraño pero yo no llegaba detectar qué, o tal vez fuera el sueño lo que me producía el estado de extrañeza, sumado a un creciente mal humor. No acostarme en el momento oportuno deriva primero en mal humor, y después en migraña.
-Está en el baño.
Seguí a mi vecino hasta la puerta del baño de la suite. Él llevaba un pulóver de lana tejido en tres colores, esos jaspeados que se usaban en la década del ochenta, o antes, le quedaba un poco ajustado y le resaltaba una leve joroba que sabía disimular muy bien con la ropa holgada. En ese momento lo vi cansado, pero podía ser un reflejo de mi propio agotamiento. Los dos caminábamos en silencio, como si temiéramos despertar a alguien. Se dio vuelta, me miró como si estuviera arrepentido de haberme llevado hasta ahí.
- Nunca me has contado porqué te separaste de tu familia – me dijo.
- Algo te conté, pero ni siquiera yo lo tengo claro.
- ¿Odiabas a tu esposa?
- ¡No! Ni mucho menos.
- ¿Y cómo puedes vivir sin tus hijos?
- Los veo de vez en cuando.
- Pero es la cotidianeidad lo que vale.
- Edgar – le dije, y era raro que lo llamara por su nombre – Son casi las tres de la mañana.
Reconoció lo atinado del comentario con un movimiento de cabeza, y por fin me franqueó el paso al baño de la suite. Voy a contar lo que vi, sin ninguna clase de comentario: la mujer de Gamio se encontraba en bombacha y corpiño, sentada en el bidet y enfocada y volcada hacia el inodoro, tenía los ojos desorbiados y las manos crispadas, una contra la pared y la otra contra el borde del inodoro. Azulejos, pisos, artefactos, papel higiénico, toalla, hasta una parte del techo, a partir de su boca abierta todo estaba cubierto de sangre, como si toda ella hubiera estallado en un vómito rojo.
- Está muerta – comentó Gamio, como si fuera necesaria la aclaración. Tuve que retroceder y contener el miedo y las náuseas. Salir y sentarme en la cama del dormitorio, estaba transpirando frío. Transcurrieron algunos minutos hasta que Gamio me preguntó:
- ¿Piensas que yo la maté?
- ¿Vos la mataste?
- Discutimos, pero no sé. No me creo capaz de haberla matado.
- Hay sangre, pero parece que la hubiera vomitado.
Gamio también se sentó en la cama, yo lo veía frío, calculando cada una de las palabras.
- Le pegué un cachetazo, ella se tomó el pecho y tuvo una arcada, corrió al baño como para vomitar, y murió así, como la vez ahora, en un vómito de sangre, como si le hubiera estallado el corazón.
Yo no sabía qué decir.
- ¿Crees que de verdad la maté?
- ¿Y los chicos?
- Están en casa de su abuela, nos debíamos una conversación y no queríamos involucrarlos.
- No sé qué decirte.
- Jamás me imaginé haciendo una cosa así…pero me dijo algo muy doloroso.
- No sé qué decirte – repetí.
Se hizo un largo silencio apenas interrumpido, o más bien acompasado por el tic tic del movimiento de las agujas del reloj despertador.
- A veces las mujeres saben como herirnos – se quejó.
- ¿No te molesta ese ruidito del reloj para dormir?
- Ya estamos acostumbrados.
Yo trataba de concentrarme en algo pero me resultaba imposible, me sentía disperso, apenado, asustado, confundido. El sueño había pasado de largo y también el mal humor pero estaba arrancando la migraña. Sentí la mirada de mi vecino, estaba mi lado y no me sacaba los ojos de encima, como si estuviera esperando de mí una repuesta que le resolviera la tragedia en la que se había metido.
- ¿Crees que descubrirán alguna marca del cachetazo?
- ¿Qué?
- ¿Si te parece que la policía va a descubrir la marca del cachetazo?
- ¿Tú qué crees? – le contesté, hablando como él, ridícula e inconscientemente.
- Yo no se la encuentro.
Se veía avergonzado. No sé si porque acababa de ver La última tentación de Cristo, o qué, pero sentí pena por él. Se supone que un hombre tan preocupado por sí mismo a tres pasos del cadáver recién muerto de su mujer debería haber despertado alguna clase de irritación. Pero sentí lástima.
- ¿Tu no podrías fijarte?
- ¿Qué cosa?
- Si se le nota alguna marca del cachetazo.
- Edgar – le dije por segunda vez – estoy impresionado, tu mujer está muerta y bañada de sangre, todo el baño está cubierto de sangre. Hasta tiene los ojos abiertos. Yo vi algunos muertos pero siempre estaban en cajones, rodeados de flores y familiares.
- A ella no le gustaban las flores, odiaba todo el comercio relacionado con la muerte.
Quedamos otra vez en silencio. Otra vez el tic tic del reloj. A mí me aterraba la idea de tener que inspeccionar ese cadáver cuya visión apenas había podido soportar por un par de segundos y a un par de metros de distancia.
- ¿Nunca te he contado mi anécdota de El Chorro?
- ¿Qué es El Chorro? – Le pregunté.
- Un pueblito perdido en el norte de Bolivia. Una vez me quedó de paso cuando viajaba desde Cobija a Santa Cruz. Yo trabajaba en una obra a cincuenta kilómetros de Cobija y estuve sin ver ni una sola mujer durante nueve meses.
Le dije que nunca me había contado la historia, e hice silencio.
- Ahí en Cobija, en mi regreso hacia Santa Cruz, me dieron anginas y estuve con cuarenta de fiebre así que tampoco pude estar con nadie. Es un lugar turístico y hay mujeres, pero yo…nada. Así que un poco más abajo, ya de vuelta en viaje, me metí en un burdel de El Chorro y estuve con una gorda que me pareció la mujer más hermosa de la tierra. Como te dije, llevaba nueve meses de abstinencia total.
Por un momento me olvidé de su mujer muerta en el baño y me interesó saber de qué iba con esta historia.
- ¿Y?
- Nada, que pocos meses después, ya en vida normal con mi novia y todo eso, vuelvo a pasar por el lugar y veo a la gorda de día, atendiendo en el restaurante de ruta. Era renga, casi calva, le faltaban la mitad de los dientes, babeaba permanentemente y tenía las piernas roñosas y cubiertas de várices. No sólo había pagado para acostarme con ella, también me había parecido hermosa.
- ¿Era la misma mujer?
- ¡Por supuesto que era la misma mujer!
Me reí con una risita breve, pero no de compromiso. Él me tomó la mano. Intentaba ser un gesto viril pero en el fondo teníamos la mano tomada como dos colegiales asustados.
- No sé si me voy a animar a verla – le dije.
- Te lo ruego, Jorge, a nadie más puedo pedirle esto.
- ¿Y qué pasa si se nota?
- Todavía no pensé en eso, pero lo que no puedo hacer es actuar desprevenidamente.
Tomé coraje y entré al baño. Le pedí que me acompañara. Fui avanzando hacia el cadáver de la mujer con pasos cortitos, temblando y al borde del vómito, hacía lo imposible por no mirarla, sobre todo por no mirarle los ojos.
- ¿De qué lado le pegaste?
Se miró las manos: - Mano derecha, mejilla izquierda.
Era el lado más fácil, el que no tenía apoyado contra la pared, pero la tenía cubierta por el pelo, su pelo rubio y ensangrentado. Le pedí a Gamio algo para corrérselo, me alcanzó un cepillo de dientes. Mientras con la mano derecha corría el mechón de pelo que cubría la mejilla de la mujer muerta, con la izquierda hacía pantalla para no mirarle los ojos.
- Yo no veo nada – dije temblando, la voz apenas me salía.
- ¿Estás seguro?
- Yo no veo nada – repetí, y salí del baño y del dormitorio.
Suspiró, se frotó las manos, negó con la cabeza en un gesto de temor o arrepentimiento, y me dijo que era mejor que me fuera, que muchas gracias.
- ¿Y ahora qué vas a hacer?
- Llamar una ambulancia.
- ¿Qué vas a decirles?
- Que estábamos mirando tele y de golpe se agarró el pecho y salió corriendo al baño como para vomitar. Que un rato después la encontré así.
- ¿Y si te preguntan qué estaban viendo?
- La Última tentación de Cristo – dijo, levantando los hombros. Me pareció razonable.
Nos despedimos con un apretón de manos, como grandes amigos a la vez entrañables y distantes. Como gente de otra época, cuando no era usual que los hombres nos saludáramos con un beso. Cuando estaba por cerrar la puerta estuve a punto de pedirle que nunca contara que yo había estado ahí, y mucho menos que había inspeccionado lo de la cachetada, pero después me pareció demasiado obvio. No me pregunten porqué, pero seguía pareciéndome un vecino confiable.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Tremenda historia! lo mejor de todo es el final... Eso de que aún te parecía un vecino confiable humm!!!
Cuidadito eh? saludos y que te vaya bonito...

almassueltas dijo...

A veces uno es muy confiado...

un besote