jueves, 24 de septiembre de 2009
SIEMPRE QUISE SER UNA MUJER HERMOSA
SI son de los que creen que asegurarse una vida de rentas le soluciona todos los problemas, yo también era uno de ustedes, pero me bastaron un par de años de inactividad para descubrir que el aburrimiento, para un hombre solitario y ocioso, puede resultar el peor de los males.
Fue por eso que convencí a Héctor, que trabaja en la municipalidad de San Isidro, para que me consiguiera un puesto como inspector de catastro. Héctor trató de persuadirme diciéndome que las salidas al cine, a los museos, a la gran cantidad de parques y actividades culturales que tiene Buenos Aires, resultarían mejor pasatiempo que meter las narices en esas casas fotografiadas desde aviones o desde satélites, residencias en las cuales aparecían siluetas de edificaciones no declaradas en planos ni boletas de impuesto inmobiliario. Pero no pudo convencerme, y ahí estaba yo, un hombre de cincuenta años, vestido de saco y corbata, realizando una tarea que en general reservada para jóvenes estudiantes.
Durante las primeras tres semanas de recorrido no pasó nada, me asignaron un cuadrante entre la Avenida Centenario y la Libertador y siempre me tocó negociar con las mucamas. ¨ Los señores no están, pero si me dice cómo es el trámite les pregunto para mañana ¨. La mayoría de las veces a través del portero eléctrico y bajo la amenazante mirada del vigilador de la cuadra. Mis ilusiones de que me atendiera una exuberante rubia en desabillé fueron cediendo a una realidad más chata y embarazosa: el señor mayor que en pleno diciembre, con uniforme de oficinista, bregaba por entrar a casas con piscinas rebosantes de adolescentes que, culo al sol, disfrutaban el final del ciclo lectivo.
Tras largas caminatas, a eso de las seis de la tarde llegaba a casa agotado y deprimido, llamaba por teléfono a mis hijas para que me dieran la excusa del día para no visitarme, me alquilaba una película de acción, pedía una pizza y chau, hasta mañana. Me sentía muy alejado de lo que en verdad era: un hombre hecho que vivía de rentas, pero en el fondo era eso lo que buscaba.
Hasta que el martes de la cuarta semana de trabajo, a las dos de la tarde, toqué el portero de la casona gris Igam frente a las vías del Mitre, en la cortada Brown, esa por la que no circula casi nadie, y me atendió Marlene. Desde el vamos la mecánica se diferenció del resto de mis visitas. Nos presentamos con un apretón de manos:
- Eduardo Muñoz.
- Marlene Grantz - Y me invitó a pasar a la casa a tomar un vaso de tónica.
Cruzamos el parque descuidado de la entrada, un rectángulo umbrío y húmedo tapizado de enredaderas que se parecía un poco al jardín de los Locos Adams. Subimos la escalinata curva bordeada por macetones y entramos al living oscuro donde reinaba, a todo volumen, una telenovela venezolana. Marlene, supe después, tenía más o menos mi edad, pero por supuesto, me parecía mucho mayor. Toda la gente que pasa los cuarenta y cinco me parece mucho más vieja que yo, inclusive mis ex esposas me parecen señoras mayores, aunque las dos acaban de cumplir cuarenta años.
- Bueno – me dijo con tono afable - ¿cómo es esto de los planos?
Era una mujer demasiado flaca, esquelética, llevaba una camisola de los años setenta, amplia y transparente; sobre la parte superior del amplio escote en V sobresalían sus clavículas prominentes. Tenía el pelo largo, gris y pajoso; pesadas bolsas violáceas debajo de los ojos y una sonrisa dolorosa de dientes oxidados.
Le expliqué lo de los aviones y el satélite, según las fotografías aéreas en el fondo de su casa aparecían tres siluetas que no habían sido declaradas, no importaba cuánto de impuestos se hubiera evadido hasta el momento, la municipalidad daba facilidades para la presentación y el nuevo metraje comenzaba a pagar dentro de seis meses. Estábamos en moratoria.
- ¿No importa el destino de las habitaciones?
- No me parece – opiné.
- Podrían tener un poco de consideración.
Se echó hacia atrás en el sillón y se tapó la cara con las manos, no quedaba claro si estaba llorando o qué. Recién entonces vi que estaba descalza, que sus pies eran tan huesudos como el resto de su cuerpo, y que llevaba un pantalón de bota ancha, esos acampanados que también usábamos en los setenta.
Dejé pasar unos cuantos minutos, o tal vez fueran segundos que me parecieron minutos. Traté de centrar mi atención en la telenovela venezolana: una morochaza de ojos azules se colgaba del cuello de un hombre de cabello inmaculado que la rechazaba impiadosamente. ¨ Te lo juro. Alberto, te lo juro por lo que más quiero ¨. Marlene, enfrente de mi, no se decidía a descubrirse. Podía estar sollozando, pero también podía estar planeando alguna clase de estrategia para echarme de su casa.
¨ No jures en falso, Anita, ni tú ni yo nos merecemos eso ¨ .
¨ Pero si lo he botado de casa en cuanto se ha aparecido ¿Qué querías que hiciera? ¨
Terminé de tomar la tónica. Desde el parque del fondo, a través de un portal de vidrios repartidos, quería llegar hasta nosotros, furiosa, la luz de la tarde, pero una cortina de lona verde colgada como de clavos, oscurecía el ambiente. La luz, entonces, se filtraba apenas en contraluces de filigrana que dibujaban los bordes de los muebles de caoba y los adornos de cerámica. La morochaza cayó de rodillas y se abrazó a los pies de Alberto.
- ¿Quiere que venga mañana? – Pregunté - En general la primera visita no es más que para avisar.
Marlene negó con la cabeza y con una mano.
- No. Usted no es más que un pobre empleado, un pobre diablo.
La frase me resultó más deprimente y ofensiva que todos los culos adolescentes desinteresados de mi presencia de las casas anteriores. Me quedé en silencio, mientras Alberto se desprendía de la morochaza y salía de la casa a grandes zancadas venezolanas.
Cuando Marlene se calmó, y descubrió su rostro, tomé conciencia de su verdadera fealdad: un desatino de la naturaleza que poco tenía que ver con el paso de los años. Esa mujer había sido fea desde el mismo día de su nacimiento, y ahora, con la cara arrobada por las lágrimas y el enojo, en medio de su desconcierto, había desaparecido cualquier clase de compostura que pudiera disimularla, o atenuarla. Tenía la nariz ganchuda repleta de poros y puntos negros, largos pelos asomaban de sus fosas nasales, y dos lunares marrones y carnosos le entrecerraban el párpado derecho.
- Hijos de puta – dijo por fin mientras se ponía de pie y apagaba el televisor – voy a mostrarles porqué y para qué construí los cuartitos.
Había insultado en forma tan impersonal, tan directamente enfocada a los ¨ hijos de puta ¨ de la municipalidad , que no me sentí ofendido. Mi condición de pobre diablo empleado, después de todo, me ponía a salvo de sus insultos.
- ¿Es un hombre impresionable? – Me preguntó alisándose la camisola sobre el pecho ya de por sí, liso como una tabla. No supe qué responderle. –Lo que voy a mostrarle – agregó - No creo que le guste.
Me pareció que era momento de irme, pero Marlene ya se dirigía, resuelta y hasta cierto punto rejuvenecida, hacia la puerta de cuatro hojas con vidrios repartidos que daba al patio trasero. Se me ocurrió que tendría que arrastrar un pie al caminar o llevar una joroba, pero al contrario, se desplazaba con bastante prestancia.
- No sé …- le dije, sin ni siquiera levantarme. Se dio vuelta hacia mí y con un mohín de niña traviesa me contestó:
- Estos hombres…Vamos, no sea cobarde.
El patio y el parque traseros mostraban, en cierto sentido, un mayor cuidado que el jardín de la entrada, aunque el pasto crecía libremente y los arbustos y enredaderas se degeneraban en ramajes interminables sin ninguna clase de flores. Había una fuente de agua mohosa con la escultura de una nereida, y al fondo, contra la medianera de la derecha, se encontraban los cuartitos, los tres en línea y separados entre sí por espacios de unos cincuenta centímetros. Cúbicos, de ladrillo a la vista, cada uno con una puerta y una ventana de hierro, todos orientados hacia el mismo lado. Marlene me sonrió, parecía complacida por lo que iba a mostrarme. A la luz de la tarde su piel se veía amarillenta y desquebrajada, de distintas tonalidades según las distintas partes de su cuerpo, como si se tratara de una persona construida con pedazos de otras.
A pesar de sus pies descalzos cruzamos el parque caminando por una larga senda de pedregullo. Marlene se desplazaba con liviandad y confianza, pero su silueta esquelética daba la impresión de desintegrarse de un momento a otro. Llegamos al primero de los cuartitos, abrió la puerta sin llave, le dio un leve puntapié como para destrabarla y entró, descorrió las cortinas y se quedó mirándome, yo me había detenido ante el vano de la puerta sin atreverme a entrar, pero ya desde donde estaba podía observar lo que ella estaba mostrándome: un hombre inconsciente postrado en una camita de una plaza, con máscara de oxígeno, sondas, un par de cables que lo conectaban a alguna clase de aparato. Verde como un muerto, con el pelo escaso, macilento, largo.
Marlene no abrió la boca, salió del cuartito, se dirigió al que seguía la fila y repitió la presentación. Yo tardé en seguirla, me demoré algunos segundos impresionado por lo que acababa de ver; cuando llegué a la puerta del segundo cuartito ella ya estaba saliendo, con un movimiento de cabeza me señaló la segunda camita: en el mismo estado que el hombre de la primera, había un adolescente, o lo que se suponía debía ser un adolescente. Sobre la cabecera de la cama había colgado un crucifijo de hierro pero el resto de las paredes estaban desnudas, pintadas de blanco. También tenía máscara de oxígeno y los mismos cables y sondas lo unían a similares aparatos y recipientes. Un vaho a alcohol mezclado con excrementos me hizo retroceder, y Marlene ya había abierto el tercer cuarto donde permanecía, en el mismo estado que los anteriores, lo que alguna vez abría sido una joven. De los tres, era la que más tenía aspecto de cadáver, tal vez porque era tanto o más fea que Marlene.
Marlene salió del tercer cuarto y se apoyó de espaldas junto a la pared, cruzada de brazos y mirando un punto en el infinito. La actitud en sí suponía entre nosotros una confianza que no existía. Parecía una esposa enojada o una amiga a punto de hacerme una confesión. Yo di la espalda a la chica moribunda y me quedé mirando la fuente.
- ¿Y? – Preguntó desafiante. Yo no respondí. –Son tres vegetales.
Una vez superada la primera impresión, entendí que en aquella mujer no había sordidez ni mala intención. No me pregunten cómo, a veces uno entiende y basta, es como cuando nos llevamos mal con alguien aún antes de conocerlo. Uno se lleva mal con un compañero de asiento de colectivo, con un cartero que ve por primera vez durante diez segundos. Siempre creí en el odio a primera vista mucho más que en el amor a primera vista. Bueno, con esa certeza inexplicable supe que la situación era, en cierto sentido que no voy a tratar de explicarles…: favorable.
Así que me apoyé en la pared junto a Marlene, y encendí un cigarrillo.
- Usted es un hombre que ha vivido – me dijo con convicción. Yo le ofrecí un cigarrillo pero lo rechazó. – Mirándolo bien, no parece un pobre empleado municipal.
Por un momento me pareció que sospechaba de mí, y lo que es peor, me sentí culpable de formar parte de alguna suerte de conspiración que estaba en la cabeza de Marlene, y de una manera extraña se había consolidado en la mía.
No supe qué decir, pero con el paso de los minutos, después de tres pitadas al cigarrillo y gracias al silencio, la sensación de culpa e incomodidad se había disipado. Entonces me atreví a preguntarle qué había querido decir.
- No soy una jovencita, tengo cincuenta y tres años. Usted no será un hombre elegante pero tampoco es un empleado llenapapeles.
Yo ya sabía de sobra que no era un hombre elegante, pero no me gustó que me lo dijera. Más de una vez me había preguntado cómo es eso de la elegancia, cómo, teniendo dinero para comprarme la ropa que se me diera la gana, no podía transformarme en un hombre que impresionara por su presencia. Hay otros que lo consiguen con un pantalón bien planchado y un saco sport, entran a un bar y las mujeres los miran. A mí eso nunca me pasó, ni siquiera de joven.
Marlene me miró, sonrió como si hubiera adivinado mi pensamiento, y para rematarla dijo:
- Yo también siempre quise ser una mujer hermosa.
Lejos de incomodarme, sentí que éramos viejos amigos. Si me preguntan, no creo en la amistad entre el hombre y la mujer, me parece que en ese vínculo siempre hay una pizca de deseo, y también creo que una amiga que no te desea es una amiga que te humilla. Miré a Marlene de reojo, no sé si para confirmar o desterrar mi teoría, me devolvió una desagradable mirada de circunstancia, me incomodó tanto que me sentí obligado a decirle algo.
- ¿Qué les pasó? –Pregunté.
- ¿A quiénes?
Era ridículo, estábamos tan compenetrados en nuestros propios pensamientos que casi nos habíamos olvidado de los tres vegetales postradas en los cuartitos.
- A ellos.
- Mi marido sufría un mal congénito hereditario, se lo pasó a mis hijos, un estado vegetativo en latencia que se dispara con el sarampión.
- ¿El sarampión?
- Se da un caso cada veinte millones de personas – hizo una pausa -, parece que buena parte de las probabilidades de toda la humanidad se encuentran en esta casa. – Me pareció que no tenía nada para decirle, ella continuó: - La desintegración del cerebro es progresiva, puede durar veinte años o más. Yo no podía pagar hospitales, médicos, enfermeras y sanatorios por veinte años, pero tampoco quería tenerlos adentro de la casa como al principio porque era como vivir en el infierno. El colmo es que quieran cobrarme impuestos por estos cuartitos miserables. – Una amargura y un resentimiento inconmensurable le recorrieron el cuerpo de tal manera que por un instante fue todavía más fea, una especie de espectro de ese infierno que afirmaba tener en su propia casa- Son bóvedas – agregó con una voz lúgubre - tres bóvedas para personas casi vivas, casi muertas.
Apagué el cigarrillo y me quedé con la colilla en la mano.
- Puede tirarla ahí, en cualquier parte.
Sobraban los rincones con arbustos y hojas muertas apelmazadas, me deshice de la colilla con un movimiento preciso.
Marlene cerró las puertas de los tres cuartitos y me invitó a volver al living. Yo eché una última mirada al lastimoso cuerpo del marido, ella retrasó un instante el movimiento de cerrar la puerta como para no hacerlo en mis narices. De alguna manera, comprendía mi curiosidad. Levanté los hombros pidiéndole disculpas y ella me comprendió con una sonrisa pérfida, como si hubiera leído los peores rincones de mi alma.
Tomé mi portafolios para irme, pero ella me pidió que me quedara; volvimos al living y nos sentamos otra vez en los sillones. Había olor a churrasco a la plancha, antes no lo había notado.
- Entonces – preguntó - ¿Cómo podríamos hacer para que los cuartos no aparezcan en los planos?
La pregunta conllevaba una evidente carga de malicia.
- Debería informar que son casillas de madera, que se guardan elementos de jardín y cosas por el estilo.
- ¿Desde el cielo no se ve que son de ladrillo?
No estaba tan seguro, yo no tenía acceso a las fotografías aéreas, pero le dije que no. Lo de las casillas de madera sí era cierto, nos lo habían enseñado en el curso como parte del protocolo.
- Si informa que son de ladrillo ¿no importa lo que haya adentro?
- No entiendo.
- Toda una familia de vegetales, nadie debería cargar con esa cruz y encima pagar más impuestos.
La afirmación era tan cínica que no pude evitar una mueca, casi una sonrisa. Entonces me dijo que yo tenía los dientes perfectos. Agradecí, pero bajé mi labio inferior y le mostré que mis dientes de abajo estaban muy separados.
- Igual es una hermosa sonrisa.
Para superar el momento tomé la planilla de catastro, marqué la casa con una cruz e indiqué con una flecha: CASILLAS DE MADERA. No era el procedimiento pero quería salir de ahí lo antes posible.
- ¿Quiere tomar un vaso de vino tinto?
- No tomo vino, gracias.
- Ayer leí un reportaje a una modelo de la revista Play Boy, una chica que decía que la seducían los hombres que toman vino tinto.
Ya me estaba poniendo de pie para irme.
- Volviendo a lo que estábamos hablando ahí afuera, una se pregunta qué sentirá una muchacha que es así de hermosa. - Yo ya estaba de pie, con el portafolios en la mano y todos los papeles guardados, pero Marlene no parecía dispuesta a despedirse . – Imagine que usted viene aquí con este asunto de la municipalidad y se encuentra con una mujer como esa, una chica de pechos turgentes que le muestra a toda su familia semimuerta y le pide que ponga que esos edificios clandestinos son casillas de madera. ¿Qué haría?
Había dicho ¨ edificios clandestinos ¨ como riéndose de mí y de toda la legalidad del mundo. No me salió una palabra, sólo pude responder con una risita nerviosa. La idea de la modelo de Play Boy me había excitado, pero en boca de aquella mujer horrible de verdad me asustaba.
- Venga aquí – ordenó suave y sutilmente, y con la palma de la mano dio dos golpecitos en el sillón al lado de su asiento, me invitaba a sentarme como si llamara a un perro. – Yo no sé qué será usted – agregó - pero seguro no es nada de lo que dice.
Tal como ella lo proponía, y mientras buscaba en mi interior la fuerza de voluntad necesaria para abandonar la conversación y la casa, me preguntaba qué habría ocurrido si aquélla situación se hubiera desarrollado con una mujer hermosa. Por ejemplo, pensaba, el hecho de que me llamara a su lado como un perrito faldero, no resultaría ofensivo.
- La verdad – le dije casi temblando – es que debería irme.
- Yo le mostré mi peor secreto. Usted siéntese aquí y dígame quién es en realidad.
Me senté a dos cuartas de distancia de donde me lo había ordenado. Marlene se reclinó un poco hacia el respaldo y otro poco hacia mí, todo lo que intentaba llevar a cabo como sugestivo me resultaba irritante e invasivo.
- Vamos – ordenó con cierta ternura - Dígame la verdad - alargó su brazo y me puso una mano firme y caliente sobre la nuca. Como tocado por una nefasta varita mágica, la angustia que había acumulado en esas semanas de humillación se abroqueló en mi garganta, entonces comencé a llorar, no me pregunten porqué no pude controlarme, pero dejé mi portafolios en el piso y no pude contener un llanto que casi ni sabía de dónde provenía. Le confesé mi verdad en medio de sollozos, conciente de mi patetismo pero tan apenado como si fuera responsable de un asesinato:
- Tengo dinero y tengo tiempo pero no sé qué hacer con eso,…mis hijas inventan mil excusas para no venir a visitarme… me busqué este trabajo para ocuparme con algo. ..toda mi vida odié estos trabajos de mierda con los que la gente tiene que ganarse la vida… pero parece que la imaginación no me da más que para esto…
Cuando me quise acordar, Marlene ya me tenía abrazado y mi nariz andaba entre los huesos de su escote, olía a jabón blanco. Ella sola nos desnudó a los dos, y yo estaba como si de verdad hubiera tomado tres botellas de vino tinto. Creo que mientras hacíamos el amor me dijo varias veces ¨ niño ¨ o algún nombre que no era el mío. Su orgasmo fue como el de cualquier mujer, fea o hermosa, mientras yo cerraba los ojos y trataba de tocarla lo menos posible.
Un rato después nos despedimos con un apretón de manos en la puerta de calle, los dos dimos por sentado que no volveríamos a vernos y que yo informaría que los cuartitos del fondo eran de madera y contenían herramientas de jardinería, así que no hablamos más del asunto.
Camino a casa me hice las preguntas más triviales: ¿porqué había depositado a su familia en tres cuartitos separados? ¿porqué había dejado una distancia de cincuenta centímetros entre las paredes de cada cuarto? ¿a qué edad se había enfermado cada uno de ellos? ¿Cuánto tardarían en morirse? En fin, tal vez fuera una estrategia para no pensar en lo que de verdad había pasado.
Al día siguiente me disculpé con Héctor y renuncié a mi puesto de inspector. Por ahora, la verdad, sigo sin saber en qué ocupar todo mi tiempo.
Es vergonzante, lo sé, pero no puedo evitarlo.
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