jueves, 20 de septiembre de 2007

LA MANCHA SOLAR - NOVELA CORTA POR ENTREGAS CAPITULO 1



Sus manos tiemblan, y un hombre deja de ser un hombre cuando sus manos tiemblan. Se convierte en niño, en víctima, en presa, en hoja, en pétalo, en grano de arena o hasta en un monstruo podría convertirse, asqueado de sí mismo, harto de su propio furor, de sus propias lágrimas. De frente y de pie ante la mujer que yace tirada, esparcida en la calle como una bolsa de legumbre.
Es la hora de la nada, la hora del limbo, ni antes ni después del almuerzo, ni antes ni después de la siesta. Es la hora de la opresión generalizada, cuando los que tienen trabajo se quejan de tenerlo y los que carecen de él lamentan su desamparo. La hora del vacío de estómago, la hora en que se le dice al amante Voy para allá amor mío, la hora en que se le dice al amante Hoy es el fin de lo nuestro.
Como el zumbido miles de colmenas se oye lejano el bramido de la avenida, los colectivos horadando la persistente y endemoniada resistencia del asfalto. A unas pocas cuadras. Aquí, la posición de la mujer con elocuencia de pictograma expresa que no tiene vida o que su vida permanece guardada, recogida, sobrecogida. Su vida está rota, su cuerpo está desarticulado, habrá que reordenar y recomponer para evaluar la magnitud del desastre. Es un rompecabezas esta mujer, es un crustáceo y su lomo curvo un escudo para que la muerte, o sea yo, el hombre que acaba de atropellarla con su camioneta, con mi camioneta, el hombre que acaba de arrojarla contra el cordón de la vereda, no se la lleve de este mundo, o no se la lleve para el otro lado de este mundo.
El tiempo no transcurre. No es. Debería tomar entre mis brazos a esta mujer joven y frágil; esta muchacha con delator aspecto de profesora de filosofía, de sociología, o de cualquiera de las ciencias sociales que se oponen a esto, a que andemos atropellando gente por la calle, porque no todas las disciplinas en el histérico tiempo presente se oponen a que nos matemos los unos a los otros.
Todo es tan inmóvil que de verdad asusta. Mi vida su vida tu vida Tomás se había desacelerado hasta esa proximidad, esa vecindad alienante con la desintegración, la descomposición definitiva. Me sentía en un puño, en un botón. ¿Qué otra cosa somos en cada momento sino un punto por el que pasan infinitas rectas? Infinitas e indefinibles, como la guerra juzgada por un combatiente en pleno campo de batalla.

El día es pastoso, húmedo, el sol del mediodía perfora existencias, las derrite. Te pasás la mano por la frente, la escurrís como si estuvieras recién bañado, una ducha tibia con tu propio sudor y la camisa se adhiere a tu espalda y tus zapatillas hierven, todo parece fundirse, vibrar, estás parado sobre la chimenea de un volcán, el magma puja por salir a la superficie. Miraste a la mujer: su trajecito gris, la boina roja, el brazo inerte rematado por una manita de niña que colgaba delicada sobre el primer tramo de la vereda, a pocos centímetros del cordón; los ojos cerrados, la respiración ausente, el hematoma que tomaba parte de su oreja derecha y deformaba todo el rostro en una mueca que era de dolor y asombro, pero parecía de burla.
Ningún vecino acude, ningún automovilista. Una pareja que conversaba en la puerta de un inquilinato ha abandonado la charla para husmear el accidente desde su puesto de cotorreo, pero nada más que eso. ¿qué estarán pensando? Que se la lleve de una vez por todas, que la ayude o la guarde en el ropero de su casa, que se haga cargo de la parte exacta que ocupa ese cuerpito frágil de mujer de no más de treinta años, no más de cuarenta y cinco kilos. Que la abrace, la quiera, la sacuda. Que le haga respiración artificial, acaricie sus miembros desarticulados. Que le bese las manos y le pida perdón de rodillas, la hunda en sus bolsillos para devolverla a la vida en un quirófano blanco, aséptico, iluminado con una luz taladrante, una luz perniciosa. Que ahueque sus manos y la recoja como quien recoge agua del arroyo para arrojarla por los aires como si se tratara de un ave herida, un pájaro con deseos de volar hasta la rama más alta del monte.

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