viernes, 21 de septiembre de 2007

GORDA NAVIDAD (cuento)


Desde tiempos inmemoriales, a fines de diciembre de todos los años llevamos a cabo nuestro método para determinar, entre todos los jóvenes de dieciocho años, quienes se convierten en Dirigentes y quienes en Eunucos: la ceremonia se llama : ¨ La Prueba de Navidad ¨.
Evento fundamental entre los festejos de fin de año es, en rigor de verdad, el acontecimiento más importante para hombres y mujeres de nuestra comunidad. A causa o a pesar de esto, en las escuelas, en las reparticiones oficiales, en los espacios públicos, en los hogares, y ni que hablar de las iglesias ni de las milicias, no se permiten comentarios ni especulaciones sobre el tema.
En secreto, todos quisiéramos hablar, y entre los que más quisieran hablar se encuentran los adolescentes. Me recuerdo durante toda la secundaria, fumando en los baños mientras imaginábamos una y mil estrategias para superar La Prueba.
Nadie sabía en qué consistía, pero creíamos saberlo: había que hacerle el amor a la Gorda Navidad; los que lo lograban eran declarados Dirigentes, y los que no, eran convertidos en Eunucos.
La Gorda Navidad era una mujer de doscientos kilos, alimentada por la fuerza con una dieta a base de carne de cerdo e hígado de ganso. Convicta peligrosa de la cárcel de mujeres, era elegida según los antecedentes más oscuros. Y amarrada al catre de su celda, se decía, aguardaba con voracidad el día de la Prueba.
Imposible conciliar el sueño desde seis meses antes de afrontar la Prueba; buscábamos alguna referencia, datos perdidos que sirvieran de ayuda o de consuelo. Yo, al único que podía sonsacarle alguna información de dudosa utilidad era al sodero, quien, como buen Eunuco, se quebraba en un lamentable ataque de llanto apenas promediaba el relato sobre el día de su Prueba.
En cuanto a mi propio día, recuerdo un portón enrejado y brillante, pasillos largos con mosaicos de dos colores y la fila de muchachos aterrados bajo vigilancia de guardiacárceles, todas mujeres armadas con machetes de porcelana.
Al fondo del pasillo, en el centro, se encontraba la celda de la Gorda Navidad. A la derecha, el quirófano, y a la izquierda, la Sala de Declaración. La operatoria era rápida y eficaz.
Llegó mi turno. Cuando ingresé a la celda arrastraban a mi predecesor hacia el lado del quirófano. Me ordenaron que me bajara los pantalones y los calzoncillos. Para ganar algo de tiempo pedí permiso para desnudarme por completo, pero me lo negaron.
Caminé unos pasos con pantalones y calzoncillos enredados a la altura de mis tobillos, hasta que, bajo un chorro de luz arremolinada, pude verla: desnuda, amoratada, hundida en un vaho con olor a frutillas con crema; una niña raquítica y quebradiza, casi un esqueleto de vientre voluminoso y brillante coronado por una hernia de ombligo. Pezones puntiagudos, ojos azules y redondos de expresión cruel, lasciva, y hasta divertida.
Abrió las piernas, tendió sus brazos hacia mí y sacó su lengua pastosa surcada por una especie de “Y” griega muy profunda. No habló, pero oí su voz exigiéndome que la penetrara.
Intenté hacerlo. Ella me lamía las orejas y me pasaba las manos por las nalgas mientras se reía con deseo desesperado. Cuando sonó la chicharra y una voz impersonal me anunció que había terminado mi turno, yo ya había desistido de lograrlo.
Entonces, la misma voz impersonal le ordenó a la Gorda Navidad que diera su veredicto, y ella, con expresión triste y dolida, levantó su mano derecha con el pulgar señalando hacia lo alto.
Fui conducido hasta la sala de Declaración y ante toda mi familia y todos los funcionarios de alto rango. Fue ahí que me entregaron mi diploma de Dirigente.
Brindamos con sidra; comimos nueces, higos secos y turrones.
Nunca supe (creo que jamás llegaré a saberlo) porqué la Gorda Navidad alzó su pulgar en mi favor. Puede ser que yo le hubiera gustado, o al contrario, que sintiera conmiseración por mi aspecto lastimoso. Me pregunto: ¿por qué yo?, cuando ese día convirtieron en Eunucos a cientos de camaradas.
No es improbable que mi familia haya comprado a algún funcionario corrupto mi diploma de Dirigente. A veces mi padre me mira (o a mí me parece que me mira) con cierto aire de desprecio. Su mirada que aparenta decir “Ni pienses que la Gorda Navidad recibió algún beneficio, porque ni siquiera sobrevivió”.
Y yo sigo aquí, en mi carácter de Dirigente, como si hubiera hecho algo para merecerlo.

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