lunes, 24 de septiembre de 2007
LA MANCHA SOLAR - SEGUNDA ENTREGA - SEGUNDO CAPITULO
Giré mal. Miré hacia la derecha, no había nada, no había nadie, y viré hacia la izquierda distraído y apurado. De pronto, un golpe, ruido de chapa que se hunde, como si hubiera chocado contra un árbol. De pronto. Todo ocurre de pronto. Si no fuera así la realidad te enviaría un telegrama colacionado cada mañana, una carta documento anunciando los acontecimientos del día, con horas y minutos, con precisión de segundos, de lo contrario ya no sería de pronto. Diríamos: Tal como estaba previsto, doblé excitado por esa puta adolescente empecinada en mostrarme sus tetas. Pero si hubiera recibido el hipotético telegrama colacionado ¿Hubiera salido de casa esa mañana?
Si hay hombre o mujer entre los presentes capaz de declararme culpable que tire la primera piedra. Ahí estaba yo, al volante de mi camioneta, con una nena de quince años mostrándome las tetas, un segundo antes del impacto.
Despreciable, abominable. Como si los adjetivos me pusieran a salvo de mi responsabilidad. Vivir en carne propia la cruel e imprescindible intransferencia del ser, una de las condiciones básicas para la supervivencia de la raza humana, pero sobre todo, para la supervivencia de las clases pudientes de las sociedades en que se organiza la raza humana. La intransferencia del ser es el último bastión de lucha contra los desposeídos: ser cada uno, ontológicamente, lo que le tocó ser en ese misterioso, inequívoco y nada equitativo reparto de destinos.
Alguna vez leí que antes de nacer tenemos la oportunidad de elegir a nuestros futuros padres como en una galería, una especie de shopping prenatal. Tal vez funcione como funcionan las zonas rojas de los países nórdicos, los padres se encuentran en las vidrieras amándose tiernamente o arrojándose muebles por la cabeza y uno, puro espíritu, ávido de redimir cuanta culpa sobrelleve de las vidas pasadas, o ávido por desquitar todo el sufrimiento acumulado desde que dejó de ser nada, selecciona en el menú el hogar o el antro en el cual desarrollará los próximos setenta, ochenta, cien años de una existencia tan eterna como improbable. No lo leí en un libro, me lo dijo mi analista, Ruth, la enésima vez que de manera infantil y patética me quejé de los padres que me tocaron en suerte. ¿Y para qué elegiste esos padres? Me preguntó, y me dejó con la boca abierta. Elegiste esos padres, me recriminó, porque eran unos pobres obreros, no creíste que estuvieran a tu altura y decidiste hacerles sus vidas imposibles. Me imagino a ese pobre diablo empleado de un almacén de barrio frente a un hijo como vos, ¿qué podía hacer sino molerte a golpes? ¿Y tu madre? Esa que lo único que hacía era rogarle que no te machucara la cabeza ¿qué más podías pedirle a ella? Así actuaba yo, como un ser manipulador y exigente, para hacerles las vidas imposibles.
Pero tengo que volver a este día, anteúltimo de marzo, el día postrero existencias que se desbaratan para siempre. La mujer aplastada contra el piso. Aplastada por mí. ¿Quién era yo? Es hora de preguntarse.
Ayer me acosté con un travesti, desafié a Ruth, un poco para molestarla y otro poco para vengarme. Pagué doscientos pesos. La tuve como mujer y la tuve como hombre. Usaba anteojitos de intelectual para que los vecinos no lo reconocieran en los ascensores. Era una hembra de la que cualquier macho podría enamorarse, pero en la cama le gustaba jugar a la violación. Dale que sos mi padrastro y tengo doce años y me resisto. ¡No papá No! Ruth me miró en silencio. Lo encontré en Internet. Cuando salí del departamento pensé que con las mismas manos iba a acariciar a mis hijos, con la misma boca iba a besarlos. Estaba asqueado de mí. Como ahora, con la mujer desmayada a mis pies, con la cabeza medio hundida en el agua de la cuneta.
¿Y? Me preguntó Ruth, ¿Creés que ese es un verdadero conflicto?¿Querés asustarme? Te sentís el centro del universo, pero Galileo vivió hace ya unos cuantos siglos. Galileo no dijo nada que tuviera que ver conmigo. Faltaría más, pero es lo mismo, si captás la metáfora. Y se ríe. La risa de Ruth es una bendición, creo que me analizaba con ella nada más que para verla reír. La veía reírse con tantas ganas a sus setenta y siete años que nunca me animé a decirle que me sentía viejo, si el tiempo pasa para todos ¿o no? Entonces me contó un chiste de judíos:
Iban seis judíos en un bote salvavidas de madera luego de un naufragio, avanzaban penosamente en pleno océano y uno de ellos, en medio de la ansiedad, perforaba el fondo de la nave con una cortaplumas. Cuando el agua comenzó a inundar el bote a chorros a través del agujero, los otros cinco lo miraron como para comérselo, situación ante la cual el perforador reaccionó con un:
¨ ¿Qué miran? Es ¨ mi ¨ lugar.
- Bueno - me dice –el del cortaplumas sos vos.
Ruth por supuesto es judía, y hasta escapó del holocausto, por lo cual no puede ser acusada de antisemita.
Me reí del chiste pero le dije que me sentía desahuciado, que las mentiras sobre las que había construido mi vida pugnaban por salir a la superficie. Ella se sentó en su computadora, se conectó en Internet y buscó mi carta astral. Como lo imaginaba, exclamó: Plutón está en Sagitario, no hay nada que hacer. Va a salir todo lo que tenga que salir, va a ocurrir todo lo que tenga que ocurrir. Como una pústula, como el irrefrenable flujo de hormonas de la adolescencia. No quiero parecer una bruja o un hada, pero según lo que veo en la pantalla llegó el momento de algo, vos tendrás que averiguar el momento de qué.
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